Ahora no podía morir, aprendió el concepto de inmortalidad, si su cuerpo vive, sonreirá, si su cuerpo se extingue, sonreirá, si su comida sigue siendo asquerosa y desagradable, sonreirá, si le preparan un exquisito banquete, sonreirá. Su mente ha sido abierta, su alma iluminada, Ricardo, ahora, no podía morir, era un Inmortal.
Día 7: Impotencia
Y pasé la noche entera pensando en lo que era la locura, y si estaba loco, hasta que comprendí que era, ni más, ni menos, la llave para abrir la puerta a la verdad, a la iluminación milenaria que me haría entender el mundo entero y el lenguaje del universo. Comprendí que mi mente no era más que un soporte de ideas y que éstas eran en verdad seres reales, que no permiten ni una variante, que habitan en un mundo paralelo al mundo ilusorio en que vivimos, donde cada idea forma un material, un objeto. Era la explicación a lo que es nuestro mundo. Era un conocimiento del cuál muchos Inmortales conocían ya, lo había leído en algún libro de reflexiones donde citaban algunos diálogos platónicos que describían algunas ideas de un filósofo, cuyo nombre no recuerdo, que era tan sabio, que pudo comprender incontables e infinitos conocimientos, que había logrado comprender que en verdad no sabía nada y que entre más aprendía más se daba cuenta de su ignorancia. Quedé maravillado con mi “descubrimiento”.
Pero todo quedó insignificante, con importancia nula, ante el acontecimiento de éste día. Mi alma estaba destrozada, no existía consuelo que le permitiera bailar como lo hacía tiempo atrás. No tenía alas con las cuáles volar a su alrededor, no existía voz que pudiera cantarle alguna canción. Ni siquiera el hecho de haber comprendido el concepto de Inmortalidad me hacía sentir mejor.
Todo era mi culpa, todo esto era mi culpa y sólo mía, nunca debí haberme enamorado de ella, ni siquiera debí haberla volteado a ver aquella noche… Pero el Destino así lo quiso y la Naturaleza no hace nada sin motivo alguno. Estaba escrito que aquel día, lluvioso, oscuro y fúnebre… ella… muriera.
Tan sólo podía verla de lejos, ni siquiera podía abrazarla ni besarla por una última vez y estaba seguro que ella se lamentaba de igual manera que yo. “Pero somos inmortales, estaremos toda la eternidad juntos”. Intentaba darme alientos, pero era inútil. Nada podía contra el infame dolor de ver a la persona a la que amas perder su vida sin poder hacer nada, con la impotencia y el sentimiento de inferioridad llenando todos los rincones de tu cuerpo, sin dejar ni siquiera un diminuto lugar vacío.
Comencé a respirar profunda y repetidamente cuando la colocaban sobre la guillotina y colocaban el recipiente que recibiría su cabeza, mientras dictaban públicamente su sentencia. La gente arrojaba cosas y gritaba burlas, la ira explotaba en mis adentros. Causando una indescriptible confusión de sentimientos en mi interior.
Un rayo de luz, como una señal de los dioses, me hizo ver directamente su mano, que se veía del tamaño de una nuez. En ella y apretada con fuerza había un collar y una cruz, con incrustaciones de rubí y amatista, estaba colgado de él. Brillaba con el mayor resplandor que el Padre Sol podía filtrar entre los negros nubarrones que opacaban el cielo.
Sin dejar de ver el collar, vi como de un segundo a otro, en un santiamén, los tonos rojizos de los rubís y los trozos de amatista quedaron cubiertos con sangre. La desesperación hizo presencia.
Día 8: Las Puertas del Cielo
Una mirada indiferente, sin gesto alguno en mi rostro que identificara alguna emoción, con el cuerpo vacío de cualquier presencia espiritual… Estaba desalmado.
Otra vez no dormí en toda la noche y profundas ojeras se marcaron en mi flaco y deshidratado rostro. Comenzaban a salir yagas en mi piel y decenas de infecciones se hicieron aparecer, pero yo continuaba perdido en el infinito.
No me movía, tenía la misma vida que los cadáveres apestosos y asquerosos que había en la mazmorra y todos allí se burlaban de mí, aunque no presté atención alguna, ni a sus palabras ni a la saliva que caía en mi rostro cada vez que escupían.
—¿Dónde están ahora tus amigos fantasmas? —repetía alguien incansablemente—. Tal vez sus vergas voladoras te lleven lejos de aquí —todos reían y yo me preguntaba quienes habían sido mis “amigos fantasmas”. ¿Por qué aparecieron ése día? ¿Por qué un día antes de la muerte de Aurora? ¿Por qué ante mí y no ante todos los que estábamos encerrados en éste triste lugar? Y mi mirada continuaba perdida…
“Eli, Eli… ¿Lama sabachthani?”. Pensé en voz alta, casi a gritos, tomando la atención de todos, quienes se callaron un par de segundos antes de soltar de nuevo las carcajadas y yo recordé otra frase que había leído en un libro de poemas.
“Libera me, Dominé, da morte aeterna, missit me Dominus”.
Y comenzó a brillar una luz en el techo, era tan brillante que pudo haber cegado mis ojos si no los hubiera entrecerrados, a los demás parecía no importarles, seguramente tampoco podían verla. Y una voz me llamaba a ir… Y una vez me pedía que me quedara… ¿A cuál voz debía yo obedecer? La que me invitaba a ir a la luz era una voz calmada y familiar, aunque no reconocía la voz, estaba seguro de que era alguien que me apreciaba mucho. La otra era una voz dulce y delicada, una voz que reconocería donde fuera. “Ella” aún no quería que muriera, había algo que debía entender antes de morir, de eso estaba seguro, pero, ¿qué? No sabía lo que era y la voz tampoco me lo decía.
Comencé a ir hacia la luz, intentando liberarme de una vez por todas de todo sufrimiento y dolor, además así estaría con Aurora más rápido, pero su voz comenzó a sonar triste y desesperada, me detuve y miré hacia atrás. Estaba allí ella, junto a Tania, Daniel y Tobías, estaba también Raquel y mi papá, y entonces volví a voltear a la luz, que se desvanecía rápidamente. Una inexplicable alegría me invadió y corrí hacia mi gente, pero también se desvanecieron. Una terrible desilusión hizo que cayera de rodillas al suelo y me hiciera rogar por el descanso eterno.
Nunca creí fielmente en Dios, pero ese día perdí por completo la fe. ¿De qué me servían los rezos si de ése sufrimiento no me podían salvar? Mi amada había muerto, yo estaba completamente loco… Si existía el infierno, era un cielo comparado con mi alma…
Día 9: Leyenda
Me avergonzaba de mi, tan sólo existir me daba vergüenza, y no entendía el por qué. ¿Qué había sucedido para que me encontrara en ésa situación? ¿Qué había hecho para merecer eso? ¿Todo lo que había robado? No, no podía merecer tal infierno por eso, además lo más valioso que había robado era la cruz de Santiago, la que sostenía Aurora en su mano al morir y Dios perdonó la vida a un ladrón y condenó a muerte a su propio hijo, no se fijaría en mí, un pobre y maloliente desdichado sin fe, para condenarme al Infierno por unos pequeños robos insignificantes.
Pero entonces, ¿por qué estaba allí?
Comencé a pensar… Estaba en esas condiciones por estar en la mazmorra, y estaba allí porque Rafael encontró mi lira en el cuarto de Aurora, mi lira estaba allí porque le hice el amor tantas veces que olvidé razonar consecuencias, además halló el disfraz de la reina de corazones, que Aurora lo usaba para poder vernos en el burdel. Nos veíamos en el burdel para poder tener sexo, algo que hacíamos porque nos amábamos y nos amábamos porque tuve la insensatez de hablarle una noche de carnaval mientras Rafael yacía en un burdel. ¿Por qué le hable esa noche? Porque me sentía muy solo y ella me había gustado mucho. Me sentía solo porque por casi diez años estuve vagando con los gitanos sin tener a una mujer a la cuál amar, me alimentaba de fugaces amoríos y cortas aventuras de tan sólo un par de noches. Estuve diez años solo porque perdí a la persona que más había amado en toda mi vida, y la había amado porque se parecía mucho a Aurora. Me enamoré de Raquel porque decidí dejar mi padre y viajar por el mundo, “aunque sea con gitanos” y me aventuré a viajar por el mundo por una discusión que tuve con mi padre porque se perdió una oveja, éramos pastores, porque no tuve la responsabilidad de cuidar el rebaño como era debido, y no lo hice porque platicaba con Carolina, una amiga a la que no he visto, ni veré, desde entonces, y hablaba con ella porque quería llevarla a mi cama, tan sólo porque me gustaba su cuerpo y me gustaba su cuerpo por ser hombre y, como hombre, buscaba ser libre y hacer lo que quisiera.
Estaba aquí por haber hecho lo que quería, lo que me gustaba. Había logrado cumplir todos mis sueños, a excepción de casarme y tener hijos. Me encontraba en éste lugar porque por veinticinco años, desde que dejé a mi padre, cuando tenía dieciséis, busqué mi felicidad, busqué llegar a mis metas. Y lo logré: me enamoré y logré que se enamorara de mi, no una, sino dos mujeres, conseguí amigos por los que daría la vida, y ellos por mí, tuve sexo con tantas mujeres a lo largo de mi vida que ni siquiera las recuerdo, me emborraché incontables veces, fui a tantas fiestas como pude, tuve mi propio castillo, al menos viví en uno, conocí el mundo y el mundo conoció mis canciones…
Pero había algo que me molestaba porque no lo pude cumplir y no me refería a que no logré casarme ni a que no tuve hijos, sino que moriría sin conocer Lemuria, ni siquiera Shambhala o la Atlántida, ni siquiera el Tártaros o el Valhalla… Ninguno de esos lugares legendarios sobre los que tanto anhelaba escribir infinitos versos, y aunque ahora mi alma, siendo libre, podría volar sobre cualquier lugar y escribir todos los poemas que quisiera, el mundo ilusorio, mi mundo, no los conocería jamás, serían parte de “esas” leyendas que el hombre jamás conocerá.
Día 10: Hecatombe
Hoy era el día. Hoy iba a morir.
No sé como, ni por qué, pero me acordé de Tobías, era mi único amigo en vida y durante diez días no había pensado, ni siquiera un momento, en él. Me sentí un mal por eso, pero el hecho de que en tan sólo unas horas moriría me ponía lo suficientemente nervioso como para que no me importara nada más. Pero, ¿qué habrá sido de él? ¿Lo habrán atrapado? No, estaría aquí mismo en la mazmorra. Quizás lo condenaron a muerte sin pasar antes por prisión, pero me habría dado cuenta, desde mi celda era visible la pequeña plaza circular donde se efectuaba la pena de muerte.
Los siervos del rey comenzaban a armar la guillotina, el acero reflejaba directamente hacia mí los rayos del sol, como una especie de aviso.
—¿Listo para morir? —una voz femenina me habló, me sorprendió ver a una mujer en la celda que estaba frente a la mía, durante los diez días no había notado que estuviera allí. Me limite a responderle que si con la cabeza, con una pequeña sonrisa fingida en mi rostro. Notó que no pensaba continuar la conversación y se irritó un poco—. ¿Sabes? Yo estoy aquí por haber asesinado a ocho hombres —hice una cara de asombro, notó mi interés—, pero en cambio tú… Tu único pecado fu haberte enamorado…
—¿Cómo sabes eso? —pregunté.
“Todos lo saben. Era demasiado obvio cuando se veían en aquel parque. Además, las acusaciones de su majestad, hicieron pública toda la historia, la acusaron de prostitución y se corrían los rumores de que un gitano era siempre elegido, incluso antes que el rey, por la “fabulosa reina de corazones”, hasta un tonto podría darse cuenta”. Me irrité un poco, pero le sonreí. Ésta vez fue una sonrisa verdadera.
Continuamos charlando, me platicó de su vida. En su adolescencia, su padre la violaba y a los veinte años la vendió a un comerciante, que también abusaba de ella, que después la vendió a un herrero, y también abusaba de ella, y así fue creciendo su rencor hacia los hombres. A la octava vez que decidieron hacer negocios con ella, tomó la espada de uno de los comerciantes y los mató. Buscó uno por uno a todos aquellos que la compraron hasta llegar, del octavo al primero, al último comerciante: su padre. Y por eso estaba aquí, por cobrar venganza, por regresar “favores”.
Yo le platique mis reflexiones de por qué estaba aquí, le conté de la oveja, de Carolina… y pensé en contarle lo de la Inmortalidad, pero en pocas horas moriría, igual que yo, y quería evitarle el dolor de cabeza que tendría, además, seguramente no alcanzaría a comprenderlo antes de morir.
Pasaron un par de horas, y el clérigo, acompañado de los dos guardias que me recogieron en el parque y me llevaron ante Rafael algunos días atrás, nos llevó a mí y a la mujer a la plaza.
Mientras me acercaba al umbral de la mazmorra, mis ojos se encandilaban cada vez más, era demasiada luz. Era un día despejado, no había ni una nube en el cielo azul y hacía mucho calor. En el horizonte, más allá de donde cualquier barco pudiera llegar, se podía ver el inicio de una tempestad.
Muchos creen que al estar a punto de morir se ve toda la vida pasar en centésimas de segundos. Yo vi tan sólo algunos escasos momentos, entre ellos mis últimas semanas, que se pueden resumir, en pocos renglones, como mi vida entera…