Un sonido fuerte, un golpe para ser exacto, me despertó. Estaba a su lado, se veía muy hermosa durmiendo, parecía un angelito. Sonreí. Comencé a buscar la razón del sonido que me había despertado, estaba seguro que había sido aquí mismo en la recámara, al voltear hacia la puerta vi la lira allí. Se reventó una de sus cuerdas. Era extraño, estaba seguro que las había aflojado después de cantarle canción. No le tomé mayor importancia. Ya era el tercer día, Rafael volvería hoy. Eso me puso un poco de malas, pero volví a sonreír cuando me acurruqué al lado de Aurora. La besé incontables veces por toda su carita hasta que despertó.
—Bueno días, mi amor —aunque sonreía, en su gesto se veían las ganas de seguir durmiendo. No respondió y acercó su boca a la mía, después de un beso mordió mi labio inferior—. Hoy tendré que irme…
—Calla, por favor, no quiero ni pensar en eso…
Nos volvimos a acurrucar en las sábanas, abrazados, y sin darme cuenta volví a dormirme, no estoy seguro de si ella también lo hacía.
Tuve un sueño muy bonito: Aurora y yo estábamos en un lugar en el que nunca antes había estado, sin embargo sentía como si lo conociera perfectamente. Era un amplio valle verde tapizado con flores de muchos colores y grandes árboles alrededor. En el medio del valle resaltaba notablemente un montón de rocas que desde algún ángulo parecía un corazón. Al final del valle había muchas rocas más, del mismo tipo que las que formaban el corazón, al pie de una gran montaña, cuya cima no alcanzaba a ver, pues las nubes cubrían lo más alto de la montaña. Parecía que ese montón de nubes estaba allí permanentemente. Nosotros corríamos hacia el corazón de rocas, pero a medio camino tropecé con algo, no estoy seguro qué, e hice caer a Aurora también. Estando en los dos en el suelo, me fui sobre de ella para besarla y acariciarla, pero un fuerte sonido que se confundió con el estruendo de un rayo me volvió a despertar.
Casi por inercia volteé a ver la lira, se había caído. No entendía que sucedía, tenía dos días en la misma posición. Seguro el golpe de la cuerda al reventarse la movió y se resbaló poco a poco, ¿qué importaba? Al menos no se había agrietado la madera.
Estaba listo para acurrucarme nuevamente, pero volteé a ver la ventana y noté la altura del sol, habrían de ser como las once. Con mi mayor dolor decidí irme sin despertar a Aurora, aunque estuve contemplándola unos minutos. Salí del castillo con los dos cambios de ropa, incluyendo la que traía puesta, que llevé para esos dos días.
Me sorprendió ver que tan sólo unas cuantas casas que había caminado después de salir del castillo, la lujosa carroza, tirada por cuatro caballos blancos y uno colorado, de Rafael se dirigía ya al castillo. Suspiré.
Continué mi camino hasta la posada, donde decidí cambiar la cuerda que se había reventado a la lira. Pero algo no andaba bien, ¿¡dónde estaba la lira!? No podía ser, ¡la olvidé en la recámara! ¡Qué imbécil!
Y mientras, Rafael, ansioso de llegar a con su mujer, se dirigía a la recámara. Sonrió al verla acurrucada. Murmuraba algo dormida, no se alcanzaba a escuchar bien. El rey se acercó para intentar escuchar, pero sólo notó cuatro palabras: “Ricardo, soy sólo tuya”.
Rafael se alejó caminando hacia atrás, sólo estaba soñando, esas palabras no significaban nada. Pero su pié izquierdo chocó con un objeto hueco y parecía ser de madera. Giró rápidamente la cabeza para ver lo que era y encontró una guitarra algo vieja y con una cuerda reventada.
Intentando relajarme fui al bar a tomarme unas cuantas cervezas, mientras me servían la tercera, al tarro se le marcó una gran grieta.
—Oh, te daré otro.
—No… así está bien —dejé el dinero por los tres tarros de cerveza y salí a la calle.
Caminé al mismo parque de la fuente de ángeles y los niños, se había vuelto un lugar común para mí, me gustaba mucho. Me senté en la misma banca, en la que Aurora y yo nos habíamos sentado tantas veces, intentando olvidarme de la posibilidad de que Rafael sospechara algo por haber dejado la guitarra en la recámara. Tal vez se lo tomaría como un regalo para Aurora de mi parte, sabía que nos llevábamos “bien”. Sólo podía esperar, me recosté en la banca viendo entre los árboles los pedazos de cielo que se filtraba entre las hojas.
Y se dirigió al tocador, donde creyó haber visto una hoja de papel. Había un poema, tal vez una canción, escrito en él. Una cadena colgaba de un gran cajón mal cerrado. No recordaba haber comprado ese collar, menos esa cruz. Terminó de abrir el cajón y dentro de él encontró una pluma de algún pájaro de plumajes negros; encontró maquillaje que Aurora no acostumbraba usar; una capa y ropa interior, como la que usaban las prostitutas, que escondían, entre unas bragas color rojo, un antifaz con que le resultaba muy familiar y que tenía forma de corazón. Aurora despertó después de escuchar el grito más fuerte que el castillo haya escuchado desde que se construyó.
Y entonces los vi llegar, podría decir que los estaba esperando, dos hombres corpulentos con armaduras, espadas envainadas a la cintura, un escudo que se veía chico usado por alguien como ellos, aunque para mi era quizás grande, y una lanza muy bien forjada en la mano derecha. Sus barbas estaban sin afeitar y ojeras bien marcadas bajo sus odiosas miradas.
—¿Ricardo Trujillo? Su majestad desea verlo en éste instante —no dije nada.
Los vi acercarse a mí aunque trataba de seguir mirando el cielo, tal vez sería la última vez que lo viera.
***
Sin darme cuenta ya estaba postrado, inclinándome hacia su majestad. Estaba en una parte del castillo que no había visto a pesar de haber estado en él por varios días. Era una habitación cuya gran puerta, más grande que cualquier otra, estaba siempre cerrada, Rafael casi siempre estaba allí, rodeado de bellas mujeres, sentado en el gran trono, al lado del que le pertenecía a Aurora, en medio de la pared contraria a la puerta.
—Ricardo Trujillo, su majestad —uno de los guardias que me recogieron anunciaba mi presencia, no noté si era el mismo que preguntó mi nombre en el parque o era el otro. Me tumbaron al piso de mármol y colocaron la punta de sus lanzas en mi nuca.
—Déjenlo —Rafael ordenó y con una seña hizo que salieran de la habitación, dejándonos sólo a nosotros dos—. ¿Sabes por qué estás aquí Ricardo Trujillo, el trovador de las largas lenguas? —yo seguía en el suelo, mirando el mármol, pero inmediatamente volteé a verlo directo a los ojos, nadie me había dicho así desde hace años, dos décadas quizás o algo así, me reservé a preguntar como lo sabía.
—Conozco mis pecados, su majestad —comencé a levantarme manteniendo mi inclinación ante él, se levantó de su trono y comenzó a caminar hacia mí, daba vueltas a mi alrededor con sus manos agarradas debajo de su espalda.
—Entonces sabes lo que está por venir, ¿verdad?
—Justamente, su majestad —asentí con la cabeza.
—Tu condena será rápida, no sufrirás mucho.
—Agradezco su piedad, su majestad —cambié mi tono de voz para que se notara muy bien mi sarcasmo. Me miró de reojo. En la gran habitación oí el eco de una puerta que se abría y se cerraba.
—Eso no será necesario, mi rey —su voz, su dulce y delicada voz me tranquilizaron, mi corazón volvió a latir como lo hace normalmente, me sentía seguro como un bebé en brazos de su madre.
—¿Por qué lo sugiere, mi reina? —Rafael parecía ansioso de escuchar la respuesta.
—Porque Ricardo aceptará el exilio, así ya no sería necesaria su muerte —volteó a verme de reojo y volvió su vista de nuevo a Rafael.
¿Escuché bien? ¿Dijo que aceptaría irme de Cáliz y no volver jamás? ¿No volverla a ver? ¿Vivir sin ella? Eso no era vivir…
—¿Disculpe, su majestad? Yo no pienso irme de Cáliz. No sin usted conmigo —volteé a ver de reojo a Rafael, quien sonreía ante mi aceptada muerte—. Yo, su majestad, no sobreviviría sin una luz que iluminara mi camino, sin unos labios que alimenten mi sed, sin unos ojos que nutran mi alma. Me niego a vivir sin ti, Aurora…
—¿¡Qué disparates estás diciendo!? —en su tono noté la ira. La leve sonrisa que se había formado en mí, durante mi declaración, se borró. Rafael volvió a su trono y con una mano sostenía su cabeza de lado, sonriendo ante el “espectáculo” —. Yo jamás me iría con un gitano como tú. ¿Qué ganaría? —sentía como cada una de sus palabras se clavaban en mi corazón con la misma fuerza que un martillo y un cincel—. Ricardo, Ricardo Trujillo, lo siento. Todo fue un juego entre Rafael y yo, ¿no es así? —Rafael sólo se encogió de hombros—. Sólo es un juego que ha llegado a su fin.
El silencio reinó por un par de minutos, el rey iba a decir algo, no entendí ni siquiera la primera palabra, pero le interrumpí.
—“Sólo es un juego”, te escuché decir… —me encontraba en un estado en que mi cuerpo estaba vacío, mi alma había corrido lejos del lugar—. Si sólo es un juego… —pregunté—. ¿Dónde está la gracia?
Me di media vuelta y me dirigía hacia la salida, entre más rápido saliera, más rápido llegaría a la posada para empacar. Me iba de Cáliz, tal vez me fuera a Génova o algún otro país.
Justo al abrir la puerta estaba Cintia parada allí, me esperaba para entregarme algo. Un collar, con una cruz de Santiago colgada, me ofrecía su mano, volteé a ver a Aurora de reojo por encima de mi hombro, más allá del umbral de la puerta que ya había cruzado, y vacilé para tomarlo, pero decidí dejarlo, mientras, a escondidas, tomaba la carta que me daba con la otra mano. Estaba firmada por Aurora, quise romperla en mil pedazos, pero opté por llevármela, la leería después.
—Gracias… —le susurré, ella se limitó a sonreír con la pena bien marcada en su rostro.
Recién pasaba el mediodía y el sol estaba a todo lo que daba, hacía un calor insoportable, pero no me importaba, vagué entre no sé cuantas calles antes de llegar a la posada. No había nadie, era mejor así, no tendría que dar explicaciones. Recogí mis cosas y dejé una note con algún pretexto que justificara mi salida, igualmente dejé algo de dinero que pagara al menos algunas de las molestias que había causado. Una vez más pensé en romper la carta que me había dado Cintia de parte de Aurora, pero una vez más decidí guardarla.
Antes de salir de la ciudad, quería ir una vez más a visitar ciertos lugares. Primeramente fui al parque donde habíamos estado tantas veces. Incontables recuerdos llegaron a mi mente desde el primer paso que di dentro del parque. Me acerqué a la fuente y recogí un poco de agua con mis manos para mojar mi cara, eso debía relajarme un poco, pero no sirvió más que para atraer más nostalgia a mí. En ésos momentos era como un imán que atraía recuerdos.
Caminé hasta estar frente al mar, donde habíamos estado aquel primer día después de que nos conocimos en el carnaval. Sentí cosquillas en mi mejilla, algo húmedo escurría: otra vez volví a llorar…
Ya podía ver el valle de la Candelaria, estaba a pocos pasos de cruzar la entrada a la ciudad que creí que no abandonaría hasta mi muerte. Pero un hombre, de baja estatura y un gran bigote, se paró frente a mí.
—¿Su nombre, señor?
—Ricardo Trujillo… —no recordaba que al entrar hubieran pedido nuestros nombres.
—Espere un momento, por favor —actué con indiferencia. Después de esperar uno o dos minutos, el hombre llegó con un caballo colorado. Le puso la silla para montar y ató las riendas—. Aquí está su caballo, señor, Disculpe la tardanza.
—¿Mi caballo? —no tenía idea de que me estaba hablando. Yo no tenía un caballo. —Así es, una mujer vino y dejó éste caballo, pidió que se lo diera a un hombre que respondiera al nombre de Ricardo Trujillo.
—¿Quién era esa mujer?
—No lo sé, nunca la había visto…
Me encogí de hombros y le agradecí, quien haya sido la mujer, le estaba muy agradecido, con el caballo, el viaje sería más descansado. Me monté y cabalgué a gran velocidad, sin forzar mucho a Ludwig, así decidí llamarlo, pues se cansaría más rápido.
Cabalgué sin rumbo alguno, sólo me concentraba en mi objetivo: olvidarme de la existencia de Cáliz y todo lo que hubiera pasado allí.
Al caer la noche, decidí dormir un en un pequeño vado al lado del camino. Amarré las riendas de Ludwig a un árbol y prendí una pequeña fogata. Comencé a asar un conejo que había casado minutos antes.
Mientras se cosía la poca carne que tenía el conejo me acordé de la carta de Aurora, ésta vez decidí exterminarla. La dejé caer al fuego. En cuanto se quemó el papel escuché el ruido de un metal al caer. Con el cuchillo saqué un objeto de oro no muy grande, parecía una especie de joyería, tenía una argolla para un collar. Después de observarlo unos segundos, noté que tenía una abertura justo a la mitad. Mi corazón se elevó hasta el cielo infinito y una enorme e indescriptible emoción se apoderó de mi mente y cuerpo. Si se pudiera comprimir la hermosa e inigualable luz de una aurora boreal dentro un corazón de un mortal enamorado, sería la mejor forma de describir lo que sentía. No sabía si sonreír o llorar. Mil millones de pensamientos azotaban a mi mente, no podía pensar. Era imposible entre tanto éxtasis.
Dentro había un retrato de Aurora y tenía gravado un “te amo”.
Debía ir con ella, debía volver, ella era mía, yo era de ella, las fuerzas del destino lo habían escrito así, y no había nada ni nadie que pudiera impedirlo. Sin apagar la fogata monté a Ludwig e intenté comenzar a cabalgar, pero una voz a mis espaldas me detuvo.