VI. Razones
 
Y nos quedamos toda la noche platicando, de cómo había estado el grupo, de cuál fue la razón de que se separan, e incluso, aunque sabía que le molestaba, llegué a contarle la versión censurada de lo que había pasado entre Aurora y yo. La alegría nos abrumaba hasta que pregunté por Tania y Daniel. Su rostro se mostró diferente, lleno de dolor y culpabilidad, la sonrisa también desapareció en mi rostro.
            —¿Tobi? —intenté animar un poco. Quería saber por qué estaba así.
            —Ricky… Tania y Daniel… —volteó a ver el cielo, me señaló unas cuantas figuras formadas por estrellas que veíamos antes casi todas las noches, tuve que volver a preguntar para retomar el tema—. Sabes que miro mucho el cielo, lo conozco casi de memoria… Estoy seguro, que hasta hace dos días, ésas dos estrellas —las apuntó con el dedo pero me limité a disimular que sabía de cuales me hablaba— no se encontraban allí.
            —Tobi… ¿qué pasó? —la desesperación comenzó a brotar en mí. Empecé a respirar profunda y repetitivamente, mientras veía fijamente la fogata.
            —En El Real, los bastardos de Fausto y Alfredo, intentando librarse de un robo que hicieron a un joyero, inculparon a Tania y Daniel. El juicio no pudo resolverse, por lo que se convocó a la presencia de su majestad, Rafael IV, quien declaró culpables a los cuatro y la condena fue la hoguera… —su voz se quebró al terminar de hablar—. ¡No pude hacer nada! Los vi morir frente a mí… Los vi transformarse en estrellas de fuego incandescentes, estrellas que formarán parte de la más bella constelación… Recé en silencio.
            Y Aurora se preparaba para asistir a misa de doce, Rafael, con su más grande tranquilidad, decidió no ir, era mejor quedarse a solas con Cintia.
            —¿A dónde crees que vas? —Tobi me agarró del hombro para detenerme.
            —Te lo he dicho, ¡tengo que ir por ella! —le respondí con un ira, dándole a entender que nada de lo que hiciera iba a detenerme.
            —No dejaré irte sólo —sonrió.
            Y Aurora confesaba sus pecados arrodillada a pies del clérigo. Besando sus manos rogaba absolución. Cintia lloraba en el castillo, sintiendo entre piernas el vigor masculino de un hombre insaciable de eterno adulterio.
            —Tú no puedes entrar, la guardia te reconocerá fácilmente, déjame ir a mí —sin tiempo de que pudiera discutir, Tobi salió de la posada y ahora debía más que dinero a Juan, que amablemente aceptó que me quedara aquí a esperar a Tobi y Aurora.
            Y Aurora notó un rostro familiar en el umbral de la catedral, no pudo evitar la sonrisa, aunque no era Ricardo, como ella hubiera querido. Y salió ordenando a la guardia quedarse dentro. Y escapó junto con el gitano a la posada de Juan. Y allí lo vio
            Era tan hermosa como siempre, bella y siempre bien vestida, lágrimas de alegría, teñidas de negro por un maquillaje de luto emocional, rodaban por sus mejillas, sus suaves mejillas, que yo acariciaba con mis manos, viéndola profundamente a los ojos, donde veía reflejar un relicario colgado en mi cuello. No resistí besarla.
            —No debes estar aquí —le dije—. Estás arriesgando tu vida.
            —Por mi romancero, estoy dispuesta a correr el riesgo —me sonrió.
            —El pez que busca el anzuelo, encontrará su perdición…
            —Pero el pez mordió el más bello anzuelo que nunca nadie imaginó… —me abrazó fuertemente. Le sonreí aunque no podía disimular mi interminable preocupación. Me senté y le pedí hiciera lo mismo, negó con la cabeza y en sus ojos mares de odio y rencor inundaron la tranquila brisa de alegría y emoción.
            —¿Qué pasa? —estando sentado la tomé de la cintura para atraerla a mí. Noté algo extraño que nunca jamás había sentido al rodearla con mis manos—. No puede ser… —se volteó rápidamente, avergonzada. Levanté temeroso su vestido para meter la mano por debajo, y sin jugar entre sus piernas avancé hasta encontrar el frío metal que encerraba huracanes de pasión. La ira se apoderó de mí—. ¿¡Te puso un cinturón!? ¡Ese bastardo! —golpeé con tanta fuerza, que dejé marcada la pared.
            El amor de verdad no es amigo de la castidad…
            No podía permitir que ella estuviera así, tenía que encontrar una manera de quitarle ese maldito cinturón, pero sin la llave no existía forma sin lastimarla. Teníamos que conseguir la llave.
            Nos despedimos, ella tenía que volver o levantaría sospechas. Jure tener para la siguiente vez que nos viéramos una solución. Tobías y yo discutíamos sobre alguna manera de poder salir de Bellamar con Aurora sin ser vistos ni parecer sospechosos, Juan daba su opinión también.
            Y en el castillo se armaban discusiones entre lo que estaba bien y lo que estaba mal, entre lo que se debe y no debe hacer, entre condena y amnistía.
            —Rafael, quítame el cinturón, ¡por favor! ¡Te lo suplico! —su majestad parecía dudar.
            —Lo siento, Aurora, sólo así podré asegurarme de que aunque te veas con ese gitano, no sucederá nada.
            —Confía en mí Rafael, juramos fidelidad ante Dios, ¡además él ya ni siquiera está en Cáliz! —accedió a que se lo quitaría mientras estuviera en el castillo, pero tenía estrictamente prohibido salir sin él. Él era su majestad, su rey, y debía hacerse su voluntad.
            Cintia, aún asustada e inconsolable, por lo sucedido un par de horas antes, acomodaba el cuarto de su señora mientras ella le contaba que Ricardo había vuelto.
            —Y ahora que me ha quitado el cinturón, sólo tengo que esperar para poder irnos juntos —Cintia sólo sonreía ante la felicidad de su majestad, pensando en que algún día podría irse también, lejos de los abusos de Rafael.
            Y detrás de la puerta alguien escuchaba…
 
 
   
 
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