La luz del alba alumbraba el verde valle de la Candelaria y la brisa de madrugada rociaba sus coloridas flores, visibles tan sólo como puntos de colores, desde el lugar del carnaval, donde ya estaba toda la gente despierta y alborotada instalando sus negocios.
—¿Qué le pasa? ¿Por qué está así?
—No lo sé, nadie lo sabe, desde hace dos días, que salió con la reina, ha estado así.
—¿Tendrá que ver con ella?
—No creo, nunca ha estado así por una mujer desde lo de Raquel.
—Pero y si…
—No tiene nada que ver con ella —interrumpí.
—¡Ricky! Este… nosotros nada más nos preocupamos por ti, no es otra cosa.
—Si, como sea…
Pasó media mañana y yo seguía sentado al pie de una estatua que de seguro hicieron en honor a alguien, era un caballero con su espada empuñada montando su caballo, no decía en honor a quien estaba dirigida. Todos mis camaradas me hablaban y me preguntaban si estaba bien, no respondía, aunque agradecía su preocupación, era frustrante que preguntaran cada dos minutos. Continué con la mirada perdida. Preocupé un poco a todos mis camaradas, normalmente yo no era así, siempre era entusiasta y feliz, nunca estaba deprimido.
—¡Si! ¡Eso haré!
Me levanté sin decir nada a quienes preguntaban por mí, fui por mi lira, una hoja de papel, una pluma y tinta. Volví a sentarme al pie de aquella estatua sin nombre. Pasaron los minutos, un par de horas y yo sólo escribía, tachaba y buscaba acordes con la lira para lo que había escrito una y otra vez. Ni siquiera había comido todo ese tiempo, tampoco dormido, pero seguía componiendo. Pasado el mediodía me levanté, con una expresión completamente cambiada en la cara, todos mis amigos se acercaron.
—¿Terminaste? ¿Una canción nueva?
—Si, pero no para tocarla nosotros, no somos dignos de ella. Sólo Dios podrá tocarla, con su orquesta de ángeles, para ella.
—¿Para ella? ¿Para quién?
—Para la Doncella de los Sueños, para mi Amada Inmortal, la dueña de mis pensamientos, para la Reina de mi corazón.
—¿Re-reina? No me digas que te refieres a…
—Aurora, Aurora II de San Lorenzo, la reina de Cáliz.
—Estás bromeando, ¿verdad? Si, sólo debe ser una broma.
Ya no dije nada más, dejé a Tobías hablando sólo. No importaba que dijera, eran sólo palabras sin importancia, estaba comenzando a sentir algo por Aurora y no había nada que se pudiera hacer para evitarlo, o a lo mejor sí, pero no quería hacerlo.
El trovador fue al castillo a preguntar por la reina, no querían atenderle, ¿para qué querría la reina ver a un gitano? Después de mucho insistir, una carta, firmada por Aurora, se le fue entregada a Ricardo.
“No me busques más gitano, no insistas, vuelve a tu vida y a tu carnaval, sigue vagando por el mundo como lo haz estado haciendo, cumple tus sueños y olvídame, jamás nos conocimos y jamás nos conoceremos. Eres un buen hombre, tendrás a cualquier mujer que te guste. No sé, ni quiero saber, cuáles son tus intenciones conmigo, pero si sé que yo no tengo ninguna contigo. Deseo en verdad que alguna vez logres tocar con tu mano el horizonte y el cielo infinito. Aurora”.
Ricardo no podía creer lo que leía, sintió por unos instantes que se quedaba sin vida, sin aire que respirar ni luz que pueda pasar por sus pupilas impidiendo así que pudiera ver de nuevo a su amada. Después de unos gritos, departe del sirviente del castillo que le había entregado la carta, pidiéndole que se retirara en esos instantes o llamaría a los guardias, reaccionó, como si no hubiera leído nada se dio media vuelta y se fue.
Llego al mar, en el mismo lugar donde había estado con la reina. No sabía ni que pensar, no sabía que creer, estaba seguro que ella estaba sintiendo algo por él, curiosidad al menos. Tal vez el rey sospechó o algún gitano vendió información de lo que haya escuchado mientras hablaba con sus amigos y Aurora lo haya escrito para hacer que se alejara y así salvarlo, y a ella misma, de su mortal destino.
Miré al horizonte como acostumbraba hacerlo, una tormenta se aproximaba. Negros nubarrones, parecidos a los que ventarroneaban mi corazón, fueron cubriendo el cielo azul segundo tras segundo, tornando el alegre día en un ambiente oscuro, y quizás hasta fúnebre cuando empezó a llover.
Todas las casas, negocios y hasta el bar donde habíamos estado aquella noche cerraron puertas y ventanas para proteger los interiores de la tempestad, yo permanecí en el mismo lugar. Sólo, ¿quién se arriesgaría a estar en una tormenta como esa a orillas del mar? Estuve ahí, bajo truenos y relámpagos, bajo intensas lluvias y fuertes ventarrones, viendo el mar, viendo el horizonte, que parecía una línea de luz más allá de la tormenta, como siempre hacía. Preguntándome si sería mejor hacer caso a la carta y seguir mi vida, volver a viajar, tener mujeres en mi cama, una diferente cada vez, sin amor ni esperanzas de eterna felicidad, seguir viviendo sin tener alguien por quien arriesgar todo, sin alguien por quien estar dispuesto a dar hasta la vida sin ninguna especie de reproche, o destruir esa maldita carta del demonio, como las fuertes olas destruían las dunas en la arena, y volver a buscar a Aurora, tal vez a escondidas. No sabía que hacer.
—Dios, sé muy bien que no estás sordo, no me dejes sólo, no quiero perder la razón…
En ese mismo momento se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. ¿Sufrir y lamentarse tanto por una mujer que había conocido tan sólo unos días atrás? Él no era así, tal vez ésa mujer sólo quería una aventurilla y después lo dejaría, como cualquiera de esas mujeres que había tenido todos esos años y que seguiría teniendo si continuaba vagando, después de una o quizás un par de noches.
No, no sería así, desde que murió Raquel nunca me había logrado inspirar en escribir una canción, mucho menos para alguna mujer, algo tenía ella que me había cautivado, algo que me atrapó, tal vez era una bruja y me había hechizado. No, tampoco era eso, no podía ser una bruja porque ningún hechizo me haría sentir lo que sentí alguna vez por Raquel, de eso estaba seguro, y lo que sentía por Aurora cada vez se asemejaba más a lo que sentí por Raquel.
Llegó el ocaso, que no pudo ser visible por la tormenta que aún continuaba sobre Bellamar, el horizonte dejó de ser visible por la ausencia del padre Sol, y la madre Luna estaba cubierta por las nubes negras llenas del dolor de la naturaleza. Tal vez eso debía hacer, dejar llover todas mis dudas y desesperaciones. Habían pasado años antes de que dejara caer lágrimas, por algo que no fuera risa, enchilarme o ahogarme con la comida o incluso mi propia saliva, y ya era la segunda vez que lloraba por la culpa de una mujer a la que había conocido tan sólo tres días atrás.
“Dios debes estar divirtiéndose mucho con mi sufrimiento”. Se decía a sí mismo en voz baja, en ese momento recordó una de las frases que el Nazareno dijo estando colgado en su cruz, una de las frases que mostró al mundo que, a pesar de ser hijo de Jehová, también era un hombre y que no quería morir, quería vivir, tal vez también quería casarse y tener hijos que criar, como José lo había hecho con él, pero tuvo que regalar su vida para satisfacer la sed de un padre soberbio y vanidoso que quería inculcar el miedo a los hombres.
—Eli, Eli, ¿lama sabachthani?
Eran las once de la noche y el sereno, bajo la lluvia, lo anunciaba grito tras grito, se detuvo al verme y se acercó, me sugirió que me fuera a casa, no se percató de que era un gitano por la capa que llevaba puesta, o seguramente me enfermaría. No dije nada. El sereno insistió dos veces más sin obtener respuesta, yo seguía viendo el horizonte, parecía desalmado, parecía un cuerpo inanimado, una planta. Los truenos y relámpagos, que eran los únicos que respondían, corrieron al sereno del lugar. Siguió gritando la hora por las calles como solía hacerlo.
Me puse de pié y comencé a cantar una vieja canción de amor que aprendí de mi padre, se ponía triste al cantarla, seguramente se la cantaba a mi madre. “Sueños de colores, sueño a mis amores, te sueño a ti junto a mí…” Revolvía los versos de diferentes canciones, como suelen hacer los borrachos de los bares de las ciudades que visitaba con el carnaval, hasta que comencé, sin darme cuenta, a cantar, mientras lloraba, la canción que había escrito para Aurora. Fue la única canción que cante completa sin trabarse mi lengua ni confundir versos.
La Bohemia se encarnó en un entristecido trovador que cantaba a orillas del mar.
Por fin paró de llover, eran las tres de la madrugada, el sereno me veía, algo apenado, aún ahí sentado, después de mojarme tanto tiempo, y seguir ahí sin ropa seca, seguramente moriría de una pulmonía.
Sin pensar los riesgos decidí aventurarme a ver a la reina, fui al castillo. No sé si fue suerte o estaba escrito en el libro infinito del Destino, pero logré cruzar las murallas abiertas y escalar el enorme árbol que se unía con sus ramas al enorme balcón del cuarto de los reyes sin problemas y sin ser visto por nadie. Me acerqué a la puerta del balcón, estaba abierta. La vi allí, tan hermosa como siempre, tan bella, acurrucada entre las sábanas de seda y el calor del colchón. Dormía como angelito. Pero algo andaba mal, alguien la abrazaba, su señor esposo, el máximo impedimento de que pudiera acercarme a mi amada. Pensé en matarlo, en ese instante en que dormía, pero mantuve mis impulsos. Me acerqué a la cama, al lado de Aurora, acaricié su rostro con mi mano húmeda, me acerqué a besar sus finos labios y mis cabellos mojados dejaron marcas de agua en su rostro, que aún se mantenía dormido.
La besó, al fin probó sus la labios, tan dulces y finos, era como besar a una flor, la misma sensación que sentía cuando besaba a Raquel.
Opté por irme. Razonando más las cosas salí del castillo cuidándome de no ser visto. En la mano de Aurora se quedó un collar con una cruz de Santiago.
—Reza por mí, te lo suplico, ayúdame a ser feliz, tú serás siempre la increíble rosa que teñirá de carmín la sangre que brota a borbotones desde mi corazón impaciente, siempre…
***
—Buenos días mi reina —un beso en su mejillas despertó a la dama, ya había amanecido en el castillo.
Aurora, al despertar, enseguida notó el collar en su mano, y justo al verlo reconoció haberlo visto en alguna parte, sin dejar que Rafael lo viera recordó quien era su dueño, recordó en que cuello lo había visto colgado, pero, ¿cómo llego el collar a su mano?
—Bueno días mi amor.
Después de un beso y una sonrisa volteó rápidamente y notó leves huellas de lodo seco en la alfombra y muchas hojas del árbol en el balcón, el instante aventó la colcha al piso para esconder las huellas de su marido.
¡No podía ser cierto! ¿En verdad estuve en su habitación? —Si, si lo estuvo— Pero, ¿cómo pude haber entrado? La verdad es que no importaba, ella estaba muy feliz de por lo que había hecho, después de todo había escrito aquella carta para evitar futuros problemas, no porque en verdad quisiera dejar de verme, pues sentía muy bonito al estar conmigo, algo muy parecido a los días en que Rafael y ella se conocieron. El rey salió de la habitación para comenzar su rutina diaria.
La reina, ayudada por sus sirvientas, se vistió con sus siempre elegantes ropas de aristocracia y bellas joyas, entre las que llevó con orgullo e ilusión un collar de oro blanco con una cruz de Santiago e incrustaciones de amatista y rubí.
—Al carnaval —dijo al hombre encargado de llevarla a todos lados en sus lujosas carrozas.
Era un día nublado, desde que amaneció estaba el cielo cubierto por oscuros nubarrones amenazando con fuertes lluvias, aunque ya era casi mediodía y no había caído una sola gota de agua, al menos el calor había desaparecido.
En el carnaval ya se hablaba de cómo sería el camino a El Real, el camino más corto, la Calzada de Santa Rita, se inundaba de grandes y profundos charcos, en cambio, el camino que nunca se inundaba, lloviera lo que lloviera, nos haría caminar al menos tres días más, pues nos obligaba a cruzar San Bartolo, una ciudad no muy grande, pero de relevante importancia donde corrían el riesgo de ser retenidos, la seguridad allí es excesivamente exagerada y no confiaban para nada en los gitanos, seguramente al llegar ahí tendrían que volver y tomar la Calzada en fin de cuentas.
Ya llevaba dos tarros enormes cerveza, no quería pensar en nada, sólo caer en mi borrachera hasta que no pudiera ni siquiera caminar. Sabía que teníamos que tocar ésta tarde, pero no importaba, quería emborracharme hasta vomitar.
—No creo que quieras seguir tomando —me dijo Daniel, el cantinero y amigo mío, y yo le contesté molesto que no le importaba lo que yo hacía.
—Pero tal vez a ella sí —señaló con la mirada la entrada al bar, después de un trago al tercer tarro volteé con indiferencia.
—Ah, eres tú… —le dije, me volví a mi tarro una vez más. Ella se acercó y sentó a mi lado, pidió algo de vino con un nombre tan raro que no puedo recordar.
—Ah, soy yo… —volteó a verme, sabía que yo voltearía, y me sonrió.
—¿Qué hace su majestad en un lugarucho cómo éste? —comenzaban a trabarse mis palabras.
—Vine a dar las gracias a un hombre orgulloso, valiente y, sobre todo, sobrio… Pero creo que no se encuentra aquí —remarcó notablemente éstas últimas palabras, quería cerciorase de que, en mi estado, entendiera el sarcasmo. Pero no estaba tan borracho, si podía entender todo, aún.
—Tú… Usted, sabe muy bien que si ando tomando, cada trago lo brindo en su honor.
—Palabras, son sólo palabras —dijo con un poco de indiferencia. Sin responderle, me volteé a con ella y me incliné un poco, dejando nuestros rostros a un par de centímetros. Dejando pasar mi boca a una corta, quizá demasiado corta, distancia de sus labios y luego seguirme a acariciar con mi respiración su cuello, me acerqué a su oído.
—De nada —le sonreí al erguirme de nuevo. Terminé el tarro con un último y largo trago, Aurora me imitó terminándose el vino, seguramente creería que iríamos a algún lugar.
—Llénalo —volteé para ver su reacción, no pude interpretar su gesto—. No, es todo, después vengo a hacer cuentas Dani. ¿Algún plan para hoy, su majestad?
—Esperaba que usted tuviera alguno, Ricardo —me sonrió. Todos los curiosos, que empezaban a molestarme, estaban, según ellos, muy discretos queriendo escuchar alrededor.
—Hay muchas copas en la barra —vacilé—. Vamos, a ver qué se me ocurre.
Salimos del bar y Tobías sólo me cazaba con la misma mirada que ofrecería un amigo celoso. No le presté mucha atención, lo que hizo que se molestara.
Caminábamos entre árboles, no estaba muy seguro de donde nos encontrábamos, hasta que ubiqué aquel bar lujoso en el que habíamos estado la primera vez. Nos encontrábamos en ese parque que cruzamos después de estar todo el día frente al mar. Seguimos caminando hasta encontrar un lugar dónde sentarnos, en frente de una fuente con estatuas de niños desnudos que echaban finos chorros de agua por sus pequeños falos, había un ángel sobre un pilar entre los cuatro niños, que también tenían pequeñas alas, pero estaban muy dañadas, algunas ya partidas a más de la mitad.
Aurora seguía pensando en aquel travieso acercamiento en el bar, estaba segura que la iba a besar, aunque podía sentir como si no fuera la primera vez, ¿habría soñado que se besaban?
—¿Qué pensaste cuando me acerqué a ti en la barra? —le regalé una sonrisa pícara.
—¿En serio no te lo imaginas? Estaba a punto de cachetearte.
—¿Si? Yo te sentí respirar muy rápido.
—Tenía calor, era todo, el vino me hizo sentir calor.
—Me imagino que sí —le contesté entre risas. Ella también rió.
Por alguna razón ése parque, a pesar de ser muy grande y bonito, estaba muy sólo, y eso daba explicación al porque estaba tan descuidado, no entendía muy bien porque, pero creo recordar que Aurora me había dado una pequeña explicación del porque estaba casi siempre sólo.
Terror, miedo, traumas… Fue lo que sembró aquella trágica muerte de Lorena, una joven de la clase baja que, después de esperar por casi diez años a su novio, que fue obligado a empuñar una espada en la guerra entre Cáliz y Génova, reino vecino, casi dos siglos atrás, se suicidó en éste parque. Una cuerda anudada en un árbol, que se podía ver, ya seco, desde donde Ricardo y Aurora estaban sentados, marcó el fin de la vida de aquella joven del corazón roto. La leyenda dice que todas las noches, como solía hacerlo en vida, su fantasma recorre los andares del lugar lamentando la ausencia de su amado.
—¿Nos quedamos?
—¿De qué hablas?
—En la noche, por supuesto, para ver al fantasma —bromeé.
—¿¡Estás loco!? —un gesto de pánico enmarcó su bello rostro.
—¿En serio crees en éstas cosas? ¡Que supersticiosa! —solté una carcajada.
—Además, no quiero saber si en verdad existe o no el fantasma.
—No te pasará nada —le dije mientras me acercaba sigiloso como un gato a ella—. Yo estaré a aquí —le planté un beso justo debajo de sus labios.
“No hagas eso”. Me dijo, sólo la miré profundamente a los ojos, sabía que quería que lo volviera a hacer, pero desistí. Volteé a ver a la fuente y le dibujé una gran sonrisa al bromear sobre los niños ahí desnudos. Intenté abrazarla, utilizando un truco que había aprendido de uno de aquellos amigos que había hecho durante los viajes con el carnaval, bostezando y levantando los brazos para después dejar caer uno de ellos, obviamente el que estuviera de su lado, por detrás de su cabeza. No fue necesario, pues mientras levantaba los brazos, con mi tan notable falso bostezo, ella recargó su cabeza en mi hombro. Sentí una indescriptible felicidad y satisfacción.
Pasaron varios minutos y nadie decía nada, yo ya había recargado mi cabeza sobre la suya. Ambos mirábamos aquella fuente, los chorros que se elevaban al cielo y luego caían de nuevo. Estaba tan concentrado en Aurora que no había notado que una fresca brisa, que emanaba de la fuente, roseaba nuestros cuerpos. El cielo comenzó a rugir y ambos volvimos a la realidad. Miré a mí alrededor y ya estaba oscuro, ya era de noche.
Después de todo el día, tenía que empezar a llover justo en estos momentos. Fue de esas lluvias que comienza a caer con fuerza de un segundo a otro. Sin poderlo impedir, antes de levantarnos de la banca de hierro donde estábamos sentados, nos empapamos. Su rostro reflejaba una belleza que no puedo describir con palabras bajo la lluvia, enmarcado por su cabello mojado y toda la ropa pegada a su cuerpo. Le acaricié el rostro con mis dedos, ella sólo cerró los ojos y con su mano unió más la mía con su delicada piel.
—Estarán preguntando por ti —al fin rompí el silencio.
—No importa… —soltó mi mano sólo para dejarse caer entre mis brazos, tomé su cabeza con mi mano y la recargué en mi pecho. Sonreí.
—Hay que quedarnos aquí toda la noche.
—Creí que no querías ver al fantasma —vacilé.
—Pero estaré contigo —sentí un nudo en el estómago.
—Si, estarás conmigo…