“[…] Adulterio e irrespeto a su majestad Anastacio Rafael IV, el Consejo declara culpable a Aurora II con una sentencia de guillotina, el día siete de junio. Hasta ése día le será estrictamente prohibido salir de la cuarta torre, piso número seis”. Su mirada rodeaba de odio y rencor el aura del decepcionado rey. “Causa y efecto”, pensó.
Día 1: Extraños
Ya no lo soportaba más. Estar sólo en ésta mazmorra, húmeda y oscura. Las tinieblas me atormentaban, y fantasmas del pasado asemejaban, comencé a perder las esperanzas de salir al llegar la tarde y la noche hizo presencia. La noche… Peor enemigo para una mente atormentada, me hizo entender que posiblemente no vería nunca más a Aurora y que no la besaría nunca más, mucho menos le haría el amor. Pero sabía que nuestras almas unidas siempre estarían y que veríamos juntos el mundo entero, volando a través del cielo hasta ver los últimos rincones del Universo, y entonces cruzaríamos los caminos hechos por estrellas que nos llevarían hasta tierras desconocidas, tal vez Lemuria, donde compondría mil versos de amor para ella y sólo para ella, escribiría el más hermoso poema en el que cada sílaba representaría un beso y con cada rima la desnudaría, hacerle el amor entre las más bellas estrofas jamás escritas.
Sin darme cuenta me dormí.
Soñé que me encontraba en un lugar muy bello, estaba en un oasis rodeado por un inmenso desierto, aunque era un lugar completamente desconocido para mí, sentía como si hubiera estado mucho tiempo en ese lugar. Aurora estaba allí, con ropas de manta, igual que yo, para soportar el calor. Se metía en el pequeño estanque de agua dulce, y fresca, que había en el centro del oasis, alimentado por una pequeña cascada de algunos metros formada en la montaña de no más de veinte metros de alto, custodiada por el único par de nubes que se veía en el inmenso cielo que regía sobre el desierto. Mirándome y sonriéndome dejaba caer, sobre el agua, sus ropas, permitiéndome ver su cuerpo que me invitaba a ir y hacerlo mío. Me acerqué a ella, deseando que no se notara entre mis ropas la erección que me había provocado, pero su risa me decía que mis deseos habían sido en vano, no me importó y seguí caminando.
El agua estaba fría, más no le tomé mucha importancia, me acerqué a ella y pasé mis manos por su vientre hasta su espalda y después de sobre sus hombros hasta llegar a acariciar sus pechos. La besaba mientras bajaba mis manos a sus piernas, ella despojaba mis ropas.
Volteé a ver el cielo y cuando me volví hacia ella ya no estaba, tampoco el agua del estanque ni el oasis, yo estaba seco y vestido con ropas muy sucias, el enorme desierto arenoso se transformó en una pequeña celda. A regañadientes un guardia me daba un plato con comida, el cuál tenía muy mal aspecto y apestaba mucho, con un vaso de agua con algo desagradable flotando, me pareció escuchar unos momentos antes que alguien escupía. Me limité a imaginar que eso no estaba allí, de todas maneras iba a morir, ¿qué más daba morir de hambre o de sed? Simplemente terminaría antes con mi sufrimiento.
Noté el cuerpo completamente seco de una mujer que llevaba en el cuello un collar con una cruz de Santiago con incrustaciones de rubí y amatista. Me desperté de un brinco, muy asustado.
Día 2: Eternidad
Volví a dormirme sin darme cuenta, pero unos golpes ocasionados por un garrote me despertaron de nuevo. “¡Trágatelo!”. Me dijo el carcelero, muy parecido al del sueño, al menos igual de corpulento, al darme algo que intentaba parecer un desayuno, muy parecido, igual de asqueroso e indeseable, que el del sueño. Temí que terminara igual, con “alguien” muerto y un collar en su cuello. Pasé saliva e intenté olvidarme del asunto.
Los vagos rayos de luz que se filtraban entre la hierba crecida por fuera de la mazmorra, visible desde el pequeño cuadro por el que entraba la brisa en las mañanas y las madrugadas, me molestaban los ojos acostumbrados a la oscuridad que había pasado toda la noche y las tinieblas que aún permanecían entre los gruesos y oxidados barrotes de las celdas y los cadáveres, que despedían un aroma sumamente asqueroso, que aún permanecían colgados con cadenas y grilletes oxidados en las muñecas, algunos incluso en el cuello. Había otros colgados en pequeñas jaulas que los obligaban a permanecer en una cansada posición de cuclillas, entre éstas aún se podían escuchar los gritos desesperados y agonizantes de alguien que llevaba mucho tiempo allí.
Gracias a Dios, si es que tenía alguna razón para agradecerle, no había ningún cadáver en mi celda, ni en las colindantes, pues me atormentarían todo el tiempo por culpa del sueño de la noche anterior. Provocó una risa burlona al carcelero cuando pregunté si podrían retirar los cadáveres del lugar, era realmente desagradable.
Permanecí todo el día sentado en el mismo rincón, sacudiéndome los ciempiés, tarántulas y otros insectos que venían tanto de los adentros de los muertos como del monte que crecía cada vez más, impidiendo el paso de la luz, afuera del cuadro que se suponía comunicaría el calabozo con el mundo exterior. Pedí amablemente que me trasladaran a la última celda, donde no había monte que impidiera el paso de luz y aire fresco.
—¿No quiere algo más, reinita? —su desagradable risa burlona taladraba mis oídos.
No iban a hacer nada que les pidiera, de eso ya estaba seguro. Pero tenía que hacer algo para cambiar mi perspectiva del lugar, estaría allí hasta el fin de mis días, no podía seguir así, o terminaría en lo más profundo de las tinieblas que atormentaban el lugar, dando la alucinación de estar en el purgatorio, vagando hasta el fin de la eternidad.
Probé el masturbarme, distraerme al menos un rato. “Ni lo pienses”. Me dijo el sentenciado de al lado, ya habíamos intercambiado unas pocas palabras, moriría dos días después. Bajó sus pantalones y vi una cicatriz allí. “No quieres lo mismo, ¿verdad?”.
Le agradecí el consejo, y comencé a pensar en otra forma de “diversión”. ¿Cantar? Tal vez, no estaba de humor, además no tenía la lira… Tenía que encontrar algo que hacer o enloquecería. Aunque esa no era una mala opción, tal vez así olvidaría todo. Todo… Pero yo no quería olvidar todo, yo amaba a Aurora y no quería olvidarla, quería mantenerla en mi mente hasta el fin de los tiempos, aún después de muerto seguiría pensando en ella, en el Cielo o el Infierno, seguiría pensando en ella…
Día 3: Distancias
Pasé la noche desapercibida, no me di cuenta de cuando me dormí ni de cuando desperté, aunque estoy seguro de haber escuchado una dulce voz susurrar al oído, no sabía si lo había soñado o en verdad esa delicada voz me susurraba.
“Aprende a ver la señales de Dios”, me dijo mi madre, que en realidad era mi tía, no conocí a mi madre, alguna vez, y estaba seguro de que esa voz, que susurraba y susurraba en mis vagos recuerdos, sin distinguir qué es lo que decía, era una señal. No sabía si buena o mala, pero sabía que era una.
El desayuno fue igual de desagradable que el día anterior, y aunque tenía mucha hambre me había prometido no comer nada. Prefería lamer mi sudor antes de beber esa asquerosa agua, si es que era agua, y sólo porque por capricho no quería morir de deshidratación.
Intenté dormir de nuevo, no encontré una mejor cosa que hacer dentro de esa pequeña celda, pero una voz volvió a hablarme, pero no era la misma voz y ésta vez si entendí. Mantuve los ojos cerrados, creyendo que estaba soñando, pero una pequeña piedra lanzada hacia mi cabeza me invitó a abrirlos. Era Cintia, que, después de haber limpiado un poco la hierba se asomaba desde aquel cuadro de luz. Sabía que no debía estar ahí, pero no importó.
Le pregunté por Aurora, me dijo que estaba muy deprimida y desalmada, la animé a que la invitara a sonreír. A escondidas me pasó un recipiente con agua limpia, se lo agradecí infinitamente. “No pude traer comida”. Se disculpó, pero la convencí de que lo que había hecho era más que suficiente. Nos despedimos pues podría ser descubierta y meterse en problemas, aseguró que volvería al día siguiente. Dejó caer cuidadosamente una especie de armazón de madera, eran en realidad cuatro trozos de madera pegados, con cuerdas cortadas, de mi lira, y amarradas tensadas variablemente, sonreí al verlo. Al menos ya podía hacer música y el tamaño del aparato impedía que el sonido fuera muy fuerte, por lo que el carcelero no se daría cuenta. No existía afinación alguna, como era de suponerse, pero fue divertido intentar tocarlo.
Pasé un par de horas cantando en voz baja e inventando ritmos con el instrumento pero terminó por desarmarse, eso me desanimó, pero tal vez mañana traería algo más, un libro quizás, además seguro que le diría a Aurora que vino, ella podría ser una especie de comunicación entre nosotros, aunque debíamos ser muy cuidadosos.
El crepúsculo fue muy hermoso esa tarde, me recordó a aquella tarde en que salimos juntos por primera vez y al brindis que hicimos esa misma noche: “[…] Por nosotros, para volvernos a ver”. Sonreí. Lloré. Y volví a sonreír al pensar en la ironía de aquel brindis, ahora daría lo que fuera por volverla a ver. Pero eso no era posible. Ella estaba en su torre, yo en éste calabozo, ella más cerca del cielo, y yo en algo muy parecido al infierno, no existía manera de que estuviéramos más distanciados.
Y la voz de la noche anterior volvió a hablarme, y caí al instante dormido bajo el hechizo de su bella y delicada voz, era como escuchar ángeles cantar, aunque no entendía lo que decía, era como escuchar a un coro de dioses entonar mágicos cánticos de ilusión, de emoción, de esperanza.
Día 4: Traumas
Desde que desperté no paré de pensar en la voz que me hablaba, o que me cantaba, o no sé que hacía. Había notado algo familiar en ella, pero no sabía qué.
Los días comenzaban a ser rutinarios: despertar y pensar en los sueños que tuve, ahora pensar en aquella misteriosa voz, despreciar el desayuno, dar vueltas en la celda como un león enjaulado, intercambiaba un par de palabras con mi vecino, hoy platicábamos las que serían sus últimas palabras, hoy se cometería su pena de muerte, me sentaba en un rincón a reflexionar, mientras me sacudía los bichos, sobre las cosas que hice en vida y las que me gustaría haber hecho, platicar un par de palabras con Cintia, quien volvió como había prometido, y sonriendo ante sus narraciones sobre lo alegre que se había puesto Aurora al saber que había una forma de comunicarnos. Le pedí que le dijera que la amaba.
A media tarde llegaron un par de guardias con espadas desenvainadas y una soga, con la que amarraron las manos de Gerardo, mi vecino, después de cubrir con un pequeño costal su cara. Ya había llegado su hora. Había sido condenado a apedreamiento público, sin embargo se cambió su sentencia a la guillotina, sentí cierta curiosidad de observar para saber lo que me esperaba.
Fue aturdidor, aunque estaba a varios metros, el chillido del acero de la hoja de la guillotina cayendo tan rápido como su peso lo permitía para dejar caer la cabeza de Gerardo en un canasto, creo haber visto sus ojos moverse después de haber sido decapitado, igual los dedos de sus manos, no estaba muy seguro, fue tenebroso. Quedé sorprendido en cuánta sangre brotaba a borbotones del cuerpo, pero más desde la cabeza. Había escuchado antes que las heridas en la cabeza son las más “escandalosas”, pero no creí que lo fueran tanto, todas las descripciones que había oído se me habían hecho meras exageraciones, pero hoy que lo visualicé pude confirmarlo.
Al principio no sentí más que pena por el tipo, pero un par de minutos después un miedo aterrador abrazó mi cuerpo y me hizo temblar. Mis ojos abiertos como canicas viendo el infinito y el cuidado de no morder mi lengua entre mis dientes taladradores por el movimiento de mi quijada temblante, eran la prueba más obvia del pánico que me absorbía. En tan sólo una semana sería mi turno, moriría junto con la mujer que amaba. El fin de los días, el fin de mis días, el fin del camino.
No quería morir, estaba desesperado. Provoqué risas a los otros prisioneros e ira al carcelero con mis gritos, quien me cayó a golpes, quedé en shock.
Esa noche no pude dormir, ni siquiera un minuto, estuve todo el rato pensando en Gerardo, en el chillido de la hoja de la guillotina cayendo, los borbotones de sangre, sus ojos en movimiento después de haber sido decapitado, la sonrisa de oreja a oreja del verdugo y la risa supuestamente, aunque no me constaba, de justicia de la gente que se alborotaba ante el espectáculo.
Temblaba de pánico, no podía controlarme.
Día 5: Desdichado
Han pasado ya varios días desde la última vez que vi a mi amada, ni siquiera de lejos podía ver su cara. Aún seguía sin comer, si acaso tomaba un poco de agua, estaba flaco y maloliente, mi barba larga y el cabello muy enredado. Comenzaba a sentirme como un muerto en un mundo equivocado rodeado de vivos humanos orgullosos de sí mismos.
El miedo de la noche anterior quedó eclipsado por una nube de indiferencia. No tenía sentido seguir viviendo… Pero recordé que no estaba muerto, no aún, y formaba parte de “esa” humanidad, yo también estaba orgulloso de mí mismo. Muy orgulloso. Pero me veía patético, miserable, de tal forma que me hacían sentirme inferior a todos, incluso más bajo que las ratas que se arrastraban a lo largo del corredor, era realmente patético.
Estuve deprimido durante gran parte del día, ni siquiera noté cuando el desayuno llegó a mi celda y una mirada triste se perdía en el infinito.
“Idiota, ¿qué te sucede?”, me dije a mis adentros, iba a morir y no había nada que pudiera hacer para evitarlo, entonces, ¿qué hacía lamentándome? Estaba en un calabozo, sabiendo a la persona que amaba igualmente encerrada, tenía cinco días sin comer y bebiendo mi sudor y la poca agua que Cintia me traía, apestaba y tenía el cabello sucio y muy enredado, igualmente la barba, sin rasurar, además comenzaban a marcarse mis costillas, pero no existía razón para estar entristecido, estaba allí porque así lo ocasioné: quise estar con Aurora. Aunque ahora estaba sin ella, volví a deprimirme, me reí de mí.
Igualmente no todo era malo, iba a morir, pero estaría con Aurora hasta el fin de la eternidad, y no sólo con ella, estarían también Tania y Daniel, estaría mi padre, a quien tenía tantas ganas de ver y decirle lo mucho que lo quería, a mi madre, aunque no sabría quien era, no la conocía, y estaría también Raquel… ¿Qué iba a pensar al verme enamorado de Aurora? ¿Se pondría triste? Tal vez se alegre, no podía decirlo. El dilema me distrajo un buen rato, me hizo incluso olvidar que estaba en ese frío y oscuro lugar.
Probé con el dedo la pasta desagradable que me dieron de desayuno, ya estaba fría, aunque nunca había estado caliente, y unas náuseas insoportables me hicieron vomitar un líquido ácido y amarillento que me dejó muy mal sabor en a garganta. Calmé un poco el ardor de la acidez con las últimas gotas de agua que me había traído Cintia. Ése día no fue, temí que la hubieran descubierto, no me perdonaría jamás si le sucediera algo por mi culpa.
El cielo se oscureció antes de lo que debería, dejando tonos grisáceos bajo el nublado oscuro que trajo una gran tempestad a la ciudad. En tan sólo unos minutos, la mazmorra comenzó a inundarse, dejando pasar el agua por los cuadros que comunicaban al calabozo con el mundo exterior. Aproveché el agua que escurría para asearme un poco, además almacené agua en dos recipientes que encontré en mi celda, incluyendo el que Cintia me había dado con agua.
Deseé que el agua me ahogara.
Día 6: Locura
Creí que el agua de la tormenta de la noche anterior terminaría, aunque sea un poco, con el mal olor de la mazmorra, pero sólo lo empeoró.
Mi ropa estaba mojada y no existía un lugar lo suficientemente seco para extenderla, el sol sólo iluminaba un par de minutos en la tarde, por lo que el agua estaría estancada por varios días, tal vez semanas. Al menos estaba más limpia, si es que se podía decir que lo estaba, que la que servían cada día con el desayuno, que por cierto ya no se molestaron a traerme, supongo que se dieron cuenta que nunca me lo comía.
Hoy era el sexto día de mi condena, había librado ya la mitad del “recorrido”, y me preguntaba si los días próximos serían más tediosos y dolorosos que los ya pasados.
Quería ver a Aurora, retenerla entre mis brazos y no dejarla ir nunca más. Quería demostrarle cuanto lo sentía, quería rogarle perdón de rodillas… Por mi culpa ella estaba pasando por eso y por mi culpa… moriría. Una rabia insoportable se apoderó de mí, no podía perdonarme y comencé a golpearme y estrellarme la cabeza en los muros, aunque no sabía si era por el coraje, que me causaba un dolor insoportable en el cuerpo, principalmente en el estómago, o porque estaba perdiendo la cordura, de igual manera no era por ella… Me sentí mal por eso, pero no me sentía culpable, al contrario… Se mostró el lado egoísta de mi persona: ¡alguien iba a dar su vida por mí!
Dos heridas un poco profundas y varias otras insignificantes manchaban de sangre mi frente y las sienes pero no sentía dolor, ni siquiera por el escurrimiento de sudor o mi cabello que se metía entre las heridas. Estaba perdiendo mi sentido nervioso.
Corte mis brazos con un trozo de fierro y no sentí dolor, no entendía lo que sucedía tal vez había perdido ya la razón.
Pero no todo era malo, me di cuenta que, aparte del dolor, emocional, que resentía en la boca del estómago, no sentía ningún tipo de dolor, ni siquiera de hambre o de que entrara tierra a mis ojos, no sabía si eso era bueno o malo, pero sabía que toda esa gente que me miraba, con sus lujosas ropas de manta y enormes collares de oro, que cubrían con vehemencia un bello cristal, de un color indescriptible, que parecía ser muy importante para ellos. Era gente muy alta y en sus ojos veía reflejada su alma, guerrera y orgullosa, que me explicaban, con palabras claras y lentas, el por qué estaban aquí.
Dos de esas enormes personas, medían como dos metros y medios, rozaban sus cabezas el techo, traían en sus manos dos instrumentos muy raros, aunque parecidos a una guitarra, cuyas cuerdas se tocaban por sí solas, y el ave, con un enorme pico que parecía un plátano, que traía en su brazo uno de ellos, se burlaba de mí, aunque no entendía lo que decía, su dueño sonreía tras cada oración.
Ésta gente extraña, y completamente desconocida para mí, intentaba decirme algo, al menos uno de ellos, quien parecía ser el líder, o al menos alguien importante entre ellos, su cristal era más grande, pero yo no entendía nada, aunque él demostraba tener paciencia y repetía una y otra vez, identificaba los sonidos, lo que decía. Terminó por rendirse, un poco decepcionado, y se fue montado en un objeto extraño que volaba y desprendía luces de muchos colores. El ave, los instrumentos extraños, toda la gente… Todo se desvaneció, pero quedó un cristal en el suelo. Lo agarré inmediatamente.
Los demás condenados y el carcelero me veían con un gesto en su cara de miedo, burla y, sólo uno o dos, con sorpresa. Creían que estaba loco, pero no lo estaba, ¿o sí? ¡No! Estaba seguro de haber visto esa gente, haber escuchado el hermoso sonido de esos extraños instrumentos, haber admirado esa ave que se burlaba de mí y haber quedado maravillado con sus “cosas” voladoras que atravesaban los muros sin destruirlos, como fantasmas. Se los repetía una y otra vez y preguntaba uno por uno a cada uno de ellos si lo habían visto también. Lo negaban, pero yo estaba seguro de que los habían visto, ¿quién pasaría desapercibido de tan extravagante gente?
Me colgué el cristal.