Anunciaron con un par de trompetas para que la gente se acercara y el clérigo comenzó a decir las razones por las que habíamos sido condenados. Odiaba los protocolos por ser lentos, pero ése en especial, bajo el sol y con ese calor, era insoportable, además que era el que dictaría mi muerte.
Nos arrodillaron con un golpe en la espalda y colocaron nuestros cuellos sobre el armazón, manchado con sangre seca de incontables sentenciados, de madera de la guillotina. Rafael en primera fila, viendo, con cierta excitación, el cómo me colocaban allí. Cintia estaba entristecida a su lado. Miré con los ojos a la gente que estaba frente a mí, algunos ya comenzaban a arrojarme objetos, verduras podridas, una piedra me dio en el ojo y me cegó. Pero no todo era malo. Había un rostro viéndome, con infinita tristeza, acompañado de otro igualmente triste. Eran Juan y Tobías.
Amarraron nuestros cuerpos, con sogas tan apretadas que cortaban la piel, mientras el clérigo decía unas oraciones, la única que reconocí fue el Credo. Yo preferí cantar en voz baja la canción que había escrito para Aurora.
—¿Qué cantas? —me preguntó mi compañera. Le explique que era una canción que había escrito para Aurora. Sonrió y miró al frente. Comenzó a derramar lágrimas y su voz se quebró.
—Al menos moriré frente al mar… amo el mar… —me dijo susurrando, a penas y podía hablar a causa de su llanto.
—Es sólo un montón de agua salada… —le dije mientras bajaba mi mirada al suelo. La cuenta regresiva comenzaba a escucharse de fondo a nuestra conversación.
—Si… un montón de agua salada, que ni siquiera se puede tomar, pero es un montón de agua salada que guarda infinitos e indescifrables secretos que el hombre jamás conocerá…. ¿Conoces o haz oído hablar de Lemuria? —volteó a verme de reojo y entre mi cabello, sucio, sudado y enredado, que caía a los costados de mi rostro, se notó una sonrisa de oreja a oreja en mi cara. La cuenta regresiva terminó y la cuerda que sostenía a la guillotina fue cortada.
El acero chilló al caer.