A caballos, mulas y asnos, otros a pie, algunos en las carretas, tiradas por los mismos animales, entre las carpas, cuerdas y demás piezas que armaban al carnaval, un carnaval de gitanos. Adivinos que leyeran las cartas y predijeran el futuro, juglares y trovadores que alegraran las fiestas, bailarinas que danzarían al ritmo de los tambores, las guitarras, flautas y gaitas, cantineros de los dos bares que se instalarían, ladrones y estafadores.
Nos dirigíamos a Bellamar, la ciudad y puerto más importante de Cáliz, el reino de Rafael IV. Según se decía, en Bellamar siempre había mucha gente, pues aparte de ser una ciudad muy grande, cientos de personas la visitaban, por sus hermosas playas, la admirable arquitectura del castillo del Rey y —sin duda alguna— por la fama de tener los mejores burdeles del continente, si no es que del mundo. Eso significaría mucho dinero, muchas ganancias para el carnaval, a decir verdad, era la mejor temporada del año.
Entre una verde colina del valle de la Candelaria y la puesta de sol, a través de algunos grandes y frondosos árboles, comenzaban a ser visibles las torres del castillo y de la catedral de Bellamar. No era un mito, en verdad era sorprendente la arquitectura de ambas edificaciones, con tan sólo ver las cinco torres que se alcanzaban a visualizar se podía deleitar la mirada de cualquier cristiano por un buen rato.
Casi dos horas más tarde, a altas horas de la noche, llegamos al puerto. A la luz del fuego de las antorchas y faroles, vigilados por una docena de guardias de la ciudad, comenzamos a instalar las carpas y establecimientos, en la mañana teníamos que estar listos, sólo nos habían concedido permiso para permanecer una semana y entre más rápido nos instaláramos ganaríamos más dinero. —Después vamos a El Real—. Se escuchaban voces por ahí planeando el siguiente destino. Mientras, yo, no tan viejo, pero tampoco era un niño, me alejaba del grupo.
La luz de los faroles alumbraban mis ropas de cuero y tela vieja, un collar con la cruz de Santiago llevaba al cuello, que había robado a un eclesiástico años atrás, y el pelo largo.
La oscuridad de la noche y el sombrero que llevaba impedían ver su cara.
Me dirigía a la catedral, el clérigo, que recién salía, me impidió acercarme más con un sermón, en tono agresivo, sobre los gitanos y el paganismo. Yo, sin decir nada, dejé al clérigo hablando sólo y me di media vuelta, entre los primeros pasos me persigné, el padre, ofendido, se fue a su hogar murmurando algo, seguramente maldiciéndome a mí y mi “blasfemia” al persignarme.
La calle y el pálido velo de la luna llena, a la par de las estrellas, me llevaron hasta el malecón de la ciudad. Sentado en una banca entre dos faroles, mirando a una feliz pareja que se expresaban su amor en la arena de la playa. —Te amo, te amo, ¡te amo!—. Es lo único que escuchaba decir de aquella pareja que me hizo sentir nostalgia. Ésa melancolía, la brisa y el ruido de las olas al chocar con la arena, y salpicar aquella pareja feliz, hicieron rodar alguna lágrima en mi mejilla, misma que fue detenida de seguir su camino por la lengua de alguien.
—Oh, eres tú…
—¿Qué pasa? ¿La nostalgia hace llorar al gran Ricky? ¿¡A Ricardo Trujillo!?
—No fastidies —una pequeña sonrisa hizo marcar la broma—. Tania, ¿es legal tener sexo aquí durante la noche, ya sabes, como en San Bartolo?
—Hay que averiguarlo —una sonrisa seductora, una leve mordida a su labio inferior, seguidos de caricias y besuqueos, iniciaron en mí momentos de pasión y olvido, que se mantuvieron por toda la noche.
La pareja de enamorados que estaba en la arena sólo rió al vernos. Continuamos hasta la alborada, al ser advertidos por un guardia de la ciudad por faltar a la moral, sólo reímos.
—Supongo que es ilegal —bromeé.
Juntos regresamos con los demás gitanos, ya no se veía nostalgia en mi rostro, no tendría que dar explicaciones a nadie. El carnaval ya estaba listo. Nos despedimos y fuimos a nuestros respectivos lugares, la chica se perdió entre las carpas, yo fui a completar el cuarteto de trovadores que tocaríamos para las bailarinas, que protagonizarían el evento de apertura. Yo era el que mejor componía versos entre los cuatro juglares que había en el grupo, además que sabía tocar bien la lira, aunque Tobías era mucho mejor.
La gente iba y venía, contagiadas de la alegría del carnaval. Al caer la puesta de sol, un espectáculo se presentaría en el centro: “Le Fabulousei”, era la presentación que hacía el cuarteto con las bailarinas; después siguieron los malabaristas, los bufones y el mago. ¡Al fin el hombre de la estampita entró en escena! Un hombre de casi dos metros y muy, muy, muy musculoso comenzó a levantar cosas muy pesadas, a las personas del rededor con una sola mano y ese tipo de cosas. La gente estaba muy emocionada. Entonces apareció el silencio. Nadie entendía por qué. La gente se empezó a abrir hacia los lados para dejarles pasar. El Rey y la Reina habían llegado.
Su majestad, Rafael IV, creyendo que escapaba de las miradas de la mujer con quien frente a Dios desposó y juró fidelidad, enseguida fue a visitar el burdel que las más bellas gitanas habían instalado. Mientras, Aurora II, la reina de Cáliz ordenó que la fiesta continuase.
Calmando su ira y celos debajo de esa mirada asesina, su majestad admiraba, bajo la oscura noche y la luz plateada de las estrellas fundidas con la blanca luz de la Luna, que comenzaba a menguar, y el fuego de los faroles y antorchas, el baile flamenco que interpretaban tres gitanas al ritmo de los tambores y guitarras, entre las cuales resaltaba una que escuchaba muy bien, era Tobías, pero lo que más llamó la atención de Aurora fue la mirada que le lanzaba firmemente. Me veía desalineado y llevaba ropa muy vieja, que era muy normal entre gitanos, pero eso no hacia aparecer la vergüenza en mi, y en ese momento la necesitaba bastante para poder apartar la mirada de su hermoso rostro celestial. ¡Era la reina! ¿En qué estaba pensando?
***
Pasaron un par de horas y al terminar de tocar caminé, más bien troté un poco, directo hacia la reina. Mis camaradas no lo podían creer. La guardia real me impidió acercarme, su majestad ordenó que me permitieran postrarme frente a ella.
—¿Qué deseas, gitano? —me preguntó la mujer intentando parecer desinteresada, en su mirada se veía la excitación, en su voz, su melodiosa voz, se oían gritos desesperados que pedían que alguien le diera un poco de atención.
—Su majestad, permítame presentarme: Ricardo Trujillo, su servidor.
—Creo que no ocupo presentarme —respondió en tono arrogante, sólo sonreí antes de besar la mano que la mujer había mostrado frente a mí—. ¿Qué quiere, Ricardo? No creo estar interesada en los servicios que alguien como usted pueda ofrecerme.
—Pero su marido si parece interesado en los servicios que mi gente puede ofrecerle. ¿Puedo invitarla a cenar? Tal vez a comer. ¿Qué tal mañana?
—¿¡Pero quién te crees!? ¿Cómo osas proponer tal cosa gitano? Sabes muy bien que comparto con Rafael, tu rey, el trono, además, ¿a qué intentas referirte con los servicios de tu gente? —su tono se mostró agresivo.
—Le ruego me disculpe si le he ofendido, su majestad. Pero pensé que tal vez quisiera compartir un poco con alguien del extremo social contrario al suyo, o quizás solo quisiera vengarse —le obsequié una sonrisa pícara, estaba muy seguro de lo que decía.
—¿Ven-vengarme? ¿Pero vengarme de quién? ¿De… qué? —parecía algo angustiada, los celos de de una mujer al saber a su hombre en manos de otra.
—De su majestad, por supuesto.
—Y, si es que existe alguna razón, ¿por qué habría de vengarme de mi esposo?
—En mis experiencias viajando por el mundo, no he conocido a una mujer, mucho menos tan hermosa como usted, que le agradara compartir a su marido.
—¿Qué estás insinuando, gitano? —no hacía falta mucha inteligencia para adivinar donde estaba el rey.
—Con todo respeto, no nos hagamos… —dudé en decirlo— tontos, su majestad, ambos sabemos donde se encuentra él ahorita, ¿no?
—Donde se encuentra, ¿quién? —una voz firme y varonil se escuchó muy cerca de ambos, no habíamos notado la presencia del rey, acababa de volver. Miré fijamente a la reina antes de presentarme ante su majestad. —Ricardo Trujillo… ¿Y por qué estás con él, un gitano, Aurora?
—Este… sólo le reconocía su habilidad en la guitarra, si, es muy buen guitarrista, ¿no lo escuchaste? ¿Dónde estabas? —cuestionó, intentando ilusamente que el rey confesara su fechoría.
—Eh… no, no le oí, pero si es de tu agrado, seguramente es muy bueno, siempre te ha gustado la buena música, ¿y si nos vamos? Estoy un poco agotado, además es algo aburrido éste carnaval —el rey comenzó a caminar a su carruaje.
—Nos vemos mañana en la plaza de la catedral, si a la tercera campanada del mediodía no llega, me iré, no se confunda Ricardo, sólo tengo curiosidad de conocer la vida de un vagabundo —mostró su mano para que la besara.
—Desde luego, su majestad, ya veremos si después quiere conocerme algo más —le respondí mientras sostenía su mano antes de besarla. La reina se fue sin decir nada. Yo me limité a volver a con mis camaradas. Preguntas y preguntas golpeaban mis a oídos, pero no respondí ninguna sola, sólo sonreía.
A la mañana siguiente, después de un desayuno rápido y ponerme mis mejores, o menos peores, ropas y joyería robada, además de haberme peinado el cabello después de semanas de no hacerlo, esperaba la misa de mediodía, nadie sabía exactamente por qué. —Seguramente tendría que ver con su majestad—. Seguían lloviendo preguntas y más preguntas, pero seguían faltando las respuestas.
“¡¡Puta madre!! ¡¡Si, voy con la reina!! ¿¡Ya!?” Acabaron con la paciencia del trovador. Sus camaradas no podían, ni querían, creerlo, ¿cómo diablos consiguió verse con la reina siendo sólo un juglar, y peor aún, un gitano? ¡Y sin el rey! ¿Acaso la reina pensaba contratarle para alguna de esas fiestas de aristocracia en su castillo, o era un cita amorosa? ¿Un amor clandestino, la reina? No, no podía ser eso, si la pareja era como un ejemplo a seguir, la envidia de todas las parejas de todas las clases sociales, pero entonces, si Ricardo sería amante de su majestad, ¡el rey lo mataría si lo descubriera! Tal vez hasta a la reina mandaría decapitar, definitivamente no puede ser eso, es una idea demasiado descabellada, seguro que la reina quiere contratarlo y nada más, después de todo era un excelente poeta y muy buen músico.
Mientras, en el castillo, las sirvientas de la reina le ayudaban a vestirse y peinar su cabello, ya casi era hora de la misa. Pidió a un sirviente que la llevara en una de sus lujosas carrozas a la plaza de la catedral y ordenó a la guardia real que no la siguieran.
“Ya veremos si después quiere conocerme algo más”. Ésta última frase, que fingió no escuchar, la noche pasada mientras sostenía su mano, le hacía estremecer y pensar muchas cosas.
¿A qué se refería con eso? ¿Acaso se atrevió a insinuársele a un acto impuro y deshonesto?
Después de todo era un gitano, a la fama que nos han dado, tal vez ganado, no puede esperarse mucho de alguien como nosotros. La duda la hicieron pensar en regresar al castillo y olvidarse de la cita, pero la ira y los celos de que el rey se acostara con cualquier mujer le hicieron seguir. Además, ¿qué era eso que sentía mientras me veía tocar a en el carnaval? ¿Qué era eso que sentía en ésos momentos? ¿Por qué titiritaba al pensar en mí, en mi poesía, mi música, mi rostro, mi cuerpo? ¿Por qué me imaginaba con ella, como en su sueño de anoche, en su cama, a escondidas de todos? Estaba desesperada. Desesperada de sentir lo que alguna vez el rey, quien fue su más fuerte pasión llena de amor, le hizo sentir.
Ésas cosquillas en el estómago al verlo venir que seguían incluso después de haberse casado. Pero las mentiras y los engaños mataron esa pasión, asesinaron la confianza y mutilaron al amor, provocando un profundo dolor, en el corazón de Aurora, que quería desaparecer, estaba dispuesta a dejarse amar hasta por mí, aunque la idea de que tan sólo quisiera usarla, y revolcarla algunas noches, y después me iría con el carnaval, le aterraba. No quería sentir el dolor de la traición, en compañía de nadie en su soledad, una vez más.
Llegó la lujosa carroza a la plaza, a pesar que no había sonado ni siquiera la primera campanada, yo ya estaba allí. —Se veía muy diferente a la noche anterior, había dejado ese sucio y ya apestoso pantalón de cuero y su camisa terregosa por un pantalón negro, algo viejo pero elegante, una camisa blanca limpia y un chaleco que parecía de algún traje, no era del mismo tipo que su pantalón, seguramente sería robado; además llevaba el cabello lavado y peinado hacia atrás, sostenido por las orejas dejando caer un par de mechones sobre su rostro con escasas arrugas y cicatrices que marcaban su experiencia en la vida. Sus ojos, negros como las noches sin Luna, aceleraron el corazón de la reina al recordar como la veía mientras tocaba la noche anterior—. Se acercó a mí.
—Su majestad —me arrodillé para besar su mano, al retomar mi postura quedé impactado. La dama se veía preciosa, un vestido verde de encaje, sin mangas, cubría su piel blanca de su tan deseable, blanco y joven cuerpo, un par de guantes, que hacían juego con el vestido, cubrían sus manos; las más finas joyas, eran hermosas, pero nada como sus ojazos de un marrón claro que me penetraban con una mirada seductora. Su cabello rojizo y rizado, que caían sobre su espalda descubierta, era el toque final, definitivamente era bellísima.
—Veo que puede cambiar cuando se lo propone, Ricardo —antes de que contestara, Aurora ordenó al hombre de la carroza que regresara al castillo y que no mencionara nada a nadie sobre donde estaba, no quería que nadie en el castillo se enterara de que estaba a solas con un gitano.
—Su majestad, ¿gusta sentarse, o prefiere caminar? —aún estaba sorprendido por la belleza de la mujer.
—Dígame Aurora, Ricardo, y prefiero caminar, ¿qué tal si vamos a la playa? Quiero ver el mar.
—Está bien… Aurora, vamos.
Comenzamos a caminar, hablábamos de cualquier cosa, yo le contaba de mis viajes, de las personas, algunas demasiado estúpidas pero otras muy inteligentes e interesantes, que conocía en cada ciudad a la que iba el carnaval, y que cada vez conocía más gente; le hablaba del paisaje y los castillos de otras ciudades, aunque ella ya los conocía; le hablaba de las costumbres de los gitanos, que aunque sí robábamos a veces, como robé el chaleco que llevaba puesto, era casi siempre por necesidad, que los gitanos no éramos tan mala gente como muchos nos describían, de hecho, éramos, en su mayoría, muy buenas personas.
—No es por ser altivo, pero yo también lo soy —le hice marcar una sonrisa.
Casi llegábamos a la playa, era el turno de hablar de su majestad, me contó sobre la vida de la gente rica, tan aburrida y rutinaria, siempre comer banquetes e ir a fiestas de los aristócratas engreídos y soberbios que, aunque pareciera increíble, era realmente molesto después de tanta repetición. Me mencionó un poco de su infancia, yo no quise hablar de la mía; de su boda y vida con Rafael, omitiendo su ira a su infidelidad; y hasta de sus sueños pasionales, obviamente sin mencionar el de la noche anterior.
—Siempre me ha gustado el mar, tan grande y omnipotente…
—Para mi no es más que un montón de agua salada.
—Es verdad, Aurora, pero es un montón de agua salada tan legendaria que guarda mil millones, y hasta más, historias, cuentos, mitos, leyendas y verdades ocultas que tal vez nosotros, los hombres, nunca, jamás, podremos descifrar. ¿Ha oído, su majestad, hablar de ese continente legendario, Lemuria?
—Sí, creo que sí, ¿qué con eso? —la dama no entendía el por qué de la pregunta.
—Lemuria, continente legendario tragado por la ira del mar… Siempre he soñado con poder verlo e inmortalizar en mil versos épicos sucesos legendarios de ésa tierra, y así, demostrar al mundo que la verdad, la única y verdadera verdad, se encuentra más allá de la misma imaginación de los hombres.
La dama sólo sonreía, sorprendida de las palabras de aquel hombre aventurero, nunca imaginó que un hombre se atreviera a decir públicamente tales disparates, ¿Lemuria? Por favor, todos saben que es sólo una leyenda, un cuento de hadas, pero ¿y si Ricardo tenía razón? ¿Y si en verdad existía un continente perdido entre las inmensidades del océano? No, no podía ser, de ser así estaría marcado en los mapas, cómo siguen marcados los antiguos caminos a ciudades y pueblos que ya nunca nadie utiliza, ésos si eran lugares perdidos que en verdad existían y llenos de historia verdadera, no sólo cuentos y leyendas escritas por la imaginación de algún soñador, cómo Ricardo, que vivían vagando por el mundo sin un hogar ni un lugar propio dónde estar; sin una familia; sin creencias ni temor a Dios; seguramente sin amigos de verdad, pues los gitanos tenían fama de ser embusteros y deshonrados, aunque Ricardo parecía diferente, no se veía como los demás, él sólo vivía, sólo viajaba, sólo tocaba, sólo hacía poesía por sus creencias e ideales de libertad. Definitivamente no, él no era como los demás gitanos.
El sol comenzaba a postrarse en el horizonte.
—Tan inalcanzable, el viaje interminable hacia el infinito…
—¿De qué habla ahora, Ricardo?
—Sólo son palabras. Del horizonte, ¿es hermoso, no cree, Aurora? Siempre ahí, día a día, frente nuestras miradas, burlándose de nuestra impotencia, de que nunca jamás lograremos alcanzarlo. Nunca nada me ha motivado tanto como alcanzar el horizonte a seguir viviendo, nada…
—¿Nunca se ha enamorado?
—¿Disculpe? —le respondí con recelo.
—Oh, lo siento, no quise decir algo que lo incomodara.
—No, está bien, sólo se me hizo un poco extraño. Si, por supuesto, ¿quién no? Es parte de la vida, del camino.
—¿Y ni ésa persona le ha motivado a vivir? Digo, tal vez a casarse, tener una familia, un hogar; parar de viajar siempre a donde el grupo se dirija, sin poder escoger libremente el camino que desea tomar, sin decidir a que ciudad ir después. Usted habla mucho de libertad y libre albedrío, pero, usted no decide en su grupo, porque también tienen líderes, y esos líderes son siempre quienes deciden lo que los demás harán.
—Me ha dejado sin palabras, Aurora, es muy analítica —intenté no responder a la primera pregunta, guardé silencio durante algunos segundos, como si estuviera pensando que responder—. Es verdad, yo no tengo verdadera libertad con el grupo, sin embargo, es libre mi decisión de permanecer ahí. ¿Gusta un café? Yo invito.
Una sonrisa respondió a mi invitación, la reina quería saber más sobre mí.
Caminamos un poco, después de estar casi toda la tarde frente al mar y ver la puesta de sol, sin decir casi ninguna palabra, sólo admirando ése bello parque que cruzábamos, hacia un pequeño bar, era de lujo, de la zona rica de la ciudad, nada de lo que los gitanos estuviéramos acostumbrados a pagar.
—Creí haber escuchado “café”, Ricardo.
—Es que tengo ganas de unos tragos —le dije entre risitas—. Podemos buscar otro lugar si no es de su agrado.
Rió. Su risa era preciosa.
—No, está bien —al sentarnos en una mesa ordenamos la mejor botella del lugar—. Quiero brindar, Ricardo, por usted, por sus sueños, para que algún día se hagan realidad.
—Me halaga, su majestad. Permítame a mí, brindar por usted: la más bella mujer en el reino —me acerqué un poco para susurrarle algo al oído—. Y por nosotros, para volvernos a ver.
Su majestad se quedó petrificada, ¿qué había querido decir con eso? Seguramente pensaba que era sólo para conocernos más, además, se suponía que yo me iría en unos pocos días con los gitanos. Pero, ¿y si me le estaba declarando? No, yo sabía que era casada, y no con cualquiera, ¡era la esposa del rey! Es una muerte segura si el rey se enterara de una traición como ésa. Aunque, Aurora, con su corazón retumbando a mil por hora, se saciaba de deseo en su interior de verme una vez más.
—Salud, por sus sueños, por nosotros.
—Salud, por su belleza y por nosotros.
Ya era noche, y la reina debía volver a su castillo, aunque seguramente el rey no habría notado su ausencia, estaría muy ocupado abusando de alguna sirvienta o satisfaciendo el deseo insaciable de quienes se excitaban tan sólo de verle, después de todo no era un hombre feo, al contrario, era la pareja perfecta a la belleza de Aurora.
Un beso en su mano y mi mirada perdida nos despidió de nuestro primer día juntos, aunque ambos planeábamos que no fuera el último, era el comienzo de una amistad, o tal vez algo más, es lo que esperaba lograr, ella en verdad me gustaba aunque sabía que mi vida estaba en juego, no era la mujer de un hombre cualquiera y si alguien supiera que sostengo una relación amorosa con la esposa del rey, no sólo mía, sino también ella, mi vida estaría en juego, seguramente para perder. Lo más fácil era desnudar a Aurora, que era mi máximo deseo desde que la vi sentada, viéndome, e irme después con el grupo, así sería más fácil esconder el secreto, y el año siguiente, que regresara el carnaval, volver a buscarla. Pero es algo tan ruin que un hombre como yo no haría jamás, ¿ilusionar y luego abandonar de esa manera a una mujer? No, definitivamente no era una opción.
La noche, el peor enemigo de una mente atormentada, me golpeaba en forma de pensamientos. ¿En verdad ella quería verme de nuevo? ¿El rey lo sabía? ¿Y si no, que pasaría cuándo lo supiera? ¿Cómo reaccionaría? Tal vez no lo entendería como sólo una amistad y mandaría decapitarme, después de todo sólo era un gitano, mi vida no le importaría mucho a alguien como el rey. Pero ella me gustaba mucho.
Casi tanto como Raquel, ésa mujer a quien tanto amó, ésa mujer a quien tanto adoró, esa mujer que lo hacía tan feliz, pero lo inevitable sucedió, y Raquel quedó más lejana de él que el mismo horizonte. Ricardo lloró.