IV. Amor Cortés
 
Y pasaron los días, era más difícil estar juntos de lo que imaginaban, siempre había alguien que pudiera verlos y delatarlos con el rey.
            —Ya no lo soporto, necesito tenerte y besarte todo el tiempo —le decía, arrinconados en alguna parte del castillo, cuidadoso al oído para que nadie pudiera oírlo.
            —Yo tampoco aguanto más, se me ha ocurrido una posible solución y estoy dispuesta a hacer eso y más para poder estar juntos.
            —No mataremos a Rafael… —vacilé.
            —Entonces pensaré algo más —sonrió—. No, pensé en… en que… tal vez pudiera… llegar de alguna manera al Amorio Bordello —ésta última frase la dijo a una velocidad impresionante demostrando su infinita vergüenza. Y era motivo de avergonzarse.
            ¿Un burdel? ¡JAMÁS! No lo permitiría, no podía dejar que ella se rebajara a tal cosa. No, eso no era una opción. Me negué sin opción a discutirlo. Me amenazó con besarme dentro del castillo sin importarle quien nos viera, incluso si era Rafael quien nos veía. No me molestaba la idea, pero era muy peligroso para ambos y, más de lo que me pasara a mí, me molestaría muchísimo con migo por ser culpable de lo que sea que pudiera pasarle a ella.
            Pasaron otro par de días, yo ya había accedido a discutir la idea del burdel, y aún seguíamos buscando posibles consecuencias para ésta decisión tan importante. ¿Cómo pasaría sin ser reconocida como la reina? Un disfraz, sencilla solución. ¿Y si alguien le quitaba el antifaz? No se acostaría con cualquiera, eso era un hecho, sólo los “escogidos” por ella. O sea, sólo yo. ¿Y qué diría para salir y volver hasta las altas horas de la noche? No podíamos salir y volver juntos, eso provocaría sospechas muy obvias. Yo me saldría del castillo, buscaría una posada en la cuál dormir. Ya no era problema el que fuera gitano, pues con la ropa que me proporcionaron reemplacé la que usaba antes, fácilmente conseguiría una posada. ¿Pero ella? El pretexto de estar con alguna amiga no funcionaría para siempre. Hasta que encontraran una solución no podrían verse todos los días.
            Estaba decidido, lunes, jueves y sábados se verían en el Amorios Bordello en la habitación de lujo a las nueve de la noche. Ella iría siempre disfrazada. Pero, ¿Qué diría para salir disfrazada del castillo? No habría pretexto alguno para ello. No había otra manera, tendría que salir a escondidas del castillo.
            Una capa negra, como la oscuridad en la noche sin luna de la primera vez que se verían, la camuflajeaban bien, pero no podía salir por la entrada principal al castillo. Cintia, que conocía más el castillo que Aurora, le ayudó mostrándole un hueco escondido en la muralla por el cuál podría salir y entrar perfectamente, estaba en el patio trasero escondido entre unos arbustos cerca del laberinto.
            Una vez fuera del castillo fue fácil llegar al Amorios, sin problema alguno la dejaron “trabajar” en el burdel y por una pequeña cuota la dejaron usar la recámara de lujo. Y en verdad era lujosa aunque las habitaciones normales eran un verdadero asco. Dio indicaciones de que sólo ella escogería a quien dar servicios. La idea no agradó mucho a Madame O’Dolley, la dueña del lugar, una mujer guapa y elegante tendría, más o menos unos sesenta años, aunque sería buena publicidad para el lugar la idea de “La Reina de Corazones”. Su antifaz, con forma de corazón, cubría una pluma negra que, con alguna especie de maquillaje, pegó a su piel enseguida de su ojo izquierdo. Debajo de la capa negra llevaba un hermoso vestido negro de encajes y adornos rojos que cubrían su suave y delicada piel.
            Fueron mas o menos ocho los que intentaron conseguirla, yo sólo sonreía desde la parte de atrás de la fila. Cuando llegó mi turno provoqué la envidia de todos los hombres del lugar. “¿Cómo un extranjero probaría a la nueva?”.
            Entramos a la habitación y ella cerró la puerta con llave. Las ventanas estaban cubiertas de cortinas rojas de terciopelo. Las almohadas y las sábanas eran de seda, también roja, y la cubierta de la cama era blanca con adornos también rojos. Casi todo en la habitación era rojo. El único contraste eran el pequeño ropero y las dos sillas con adornos dorados disimulando el oro.
            Me acerqué a ella y la abracé muy fuerte.
            —Te vez hermosísima, aunque eso no es ningún secreto —le sonreí. Ella no dijo nada y acercó sus labios carmín a los míos. El beso fue la apertura de una de las mejores noches que había pasado en mi vida.
            La desnudé lentamente al igual que ella me desvestía a mí. Una vez estando ambos sin ropa que cubriera nuestros cuerpos, ella mantenía el antifaz, la acosté en la cama y me fui hacia ella. Besé y acaricie todo su cuerpo, de pies a cabeza. Tocar su piel era como tocar el cielo para luego caer a un campo de batalla, donde cada mes se derramaría sangre, que permitía sentir el éxtasis de la victoria. ¡Al fin era mía! Sólo mía y de nadie más. No quería que nadie estuviera nunca más en la misma cama que ella aparte de mí. Su gesto de infinita felicidad y satisfacción me hacían saber que ella tampoco quería estar con nadie más.
            Acariciaba su espalda, sus brazos, sus piernas, besaba su boca, sus pechos, su vientre. No hace falta describir lo que hicimos hasta casi el amanecer, basta con presumir que nos besamos hasta las sombras que cubrían a las fuerzas sobrenaturales del deseo y excitación. No quería separarme de ella nunca más, no quería que terminara el contacto corporal y tener que dejar de verla por largos segundos, minutos, horas y días hasta que volviéramos a coincidir en éste espacio y tiempo que inmortalizaría nuestro amor en bellos recuerdos y que marcaría en nuestros cuerpos las huellas de la piel del otro, como tatuajes invisibles que con su aroma nos harían sonreír y recordar cada momento, cada caricia, cada beso.
            Ya era miércoles y no la había visto desde el lunes ni siquiera por casualidad en la calle, ¿la habría descubierto Rafael? ¿Alguien la reconoció en el burdel? No, no sería posible, ni siquiera yo la hubiera reconocido si no supiera quién era ella. Esperaba desesperado y ansioso que fuera jueves en la noche.
            Había hecho amistad con un tipo, dueño de la Posada San Francisco en la que había estado durmiendo y que me permitía permanecer ahí sin pagar, con el que pasaba casi todo el día platicando de cosas sin importancia. Le hablaba de los viajes, no mencionaba que era gitano para evitar la posibilidad de que me impidiera seguir quedándome en su posada, y él de sus fracasos con las mujeres. Sin darme cuenta hablábamos de los burdeles y comentó sobre una prostituta a le que no cualquiera podría tener. Pues ella sólo escogía con quienes acostarse. La llamaban “La Reina de Corazones”. Actué desinteresado e indiferente, tratando de hacer creerle que no sabía nada del asunto, aunque era más que obvio que se trataba de Aurora. Habían pasado tan sólo dos días y ya había crecido mucho la fama de “La Reina de Corazones”, aunque no había vuelto tampoco ella al burdel desde el lunes, y no me agradaba para nada eso. A decir verdad, me enfurecía pues Aurora no era ninguna prostituta, sólo iba allí porque nos amábamos.
            —Me gustaría conseguirla.
            No respondí nada a su comentario estaba demasiado concentrado en el gran problema que había llegado a mi mente. Si tan grande era la fama que tenía, Rafael, que adoraba los burdeles, se enteraría muy pronto y sencillamente no había manera de negarse a dar servicio al rey. ¡Podría descubrirla! La angustia me atormentó el resto del día.
            Bebí cerveza en un bar que estaba cerca de la posada para tratar de olvidar el asunto, y lo lograba por periodos cortos de tiempo cuando alguno de los compinches de Juan, el dueño de la posada, hacía una broma y me hacían reír, incluso a carcajadas. Pero en el fondo de mi mente permanecía la desesperación. Estuve toda la noche tomando cerveza en el bar. Hasta en la madrugada, que aún no salía el sol, y estaba completamente borracho pude olvidarme de todo. A duras penas, con ayuda de dos tipos a los que no recuerdo haber visto antes, llegué a la posada. Tardé casi una hora en subir las escaleras. Juan se reía de mí y yo le contestaba con groserías que hacían que se riera más. Al fin llegué a mi cama, vomité antes de acostarme. Dormí justo al caer como si estuviera muerto o algo así. Juan limpió, aún riéndose, el piso de madera que había manchado.
            Todo el día del jueves estuve dormido, en la misma posición con la que había caído después de que, con tanto esfuerzo, terminé de subir las escaleras y caí sobre la cama, tanto que ni siquiera noté el calor que hacía ese día, más de los normal. Me desperté ya en la tarde, un poco mareado y con dolor de cabeza. Juan me ofreció una bebida que supuestamente me haría sentir mejor. La tomé y era sin duda el sabor más horrible que había tomado en toda mi vida, pero por alguna razón me había hecho sentir mejor. Le pregunté que era y me dijo que una mezcla de agua, enormes cantidades de sal y chile molido con mucho jugo de limón y azúcar para “mejorar el sabor”. Hice un gesto de asco y decidí darle otro trago, después de todo me había hecho sentir mejor. Después del trago miré hacia la ventana y me percaté de que el sol ya se estaba poniendo. Dentro de poco serían las nueve, Aurora debería estar preparándose ya para salir.
            Las ganas de salir de la cama me invadieron de un instante a otro. Me bañé con el agua del barril que usaban todos para asearse en la posada y me puse ropa limpia, algo de lo mejor que encontré. La ropa sucia y muy apestosa a vomito y cerveza que había usado el día anterior la oculté debajo de la cama para disimular un poco la peste. La lavaría mal día siguiente. Frente a un pedazo de espejo peiné mi cabello hacia atrás con un los dedos y me puse las pocas joyas que tenía, las mismas que usé aquella primera vez que salimos juntos, a excepción, obviamente, del collar con la cruz de Santiago.
            Y salió de la posada dirigiéndose al Amorios Bordello, tenía que caminar unas ocho casas, atravesar el parque donde se veían antes, el del fantasma, y caminar otras cinco casas, más o menos. Veía el cielo y su perfecta sincronización entre nubes y estrellas, la luna creciente parecía la sonrisa de oreja a oreja que llevaba Ricardo dibujada en su rostro sin recordar ni un momento la posibilidad de que el rey estuviera ya enterado de la existencia de “La Reina de Corazones”. Tampoco quería recordarlo.
            Llegó al burdel, y como lo esperaba, había un poco más de hombres, e incluso dos o tres mujeres, intentando, vanamente, que Aurora les escogiera. Recibió a Ricardo con el gusto en que un enamorado recibe a otro enamorado sabiendo lo que pasará momentos más tarde. Fue el sábado el día que sintieron el vértigo, era como estar en el Apocalipsis.
            Estaba allí, no podía dejar que me viera para no despertar futuras sospechas. Todos, incluyéndome, le permitimos, a regañadientes, el paso hasta que estuviera frente a “La Reina de Corazones”. Parecían discutir negocios y ella me veía de reojo, tanto hombres como mujeres comenzaron a irse o buscar a otras mujeres. Tanto ellos, como ella, como Rafael y yo, sabíamos que no podía rechazarlo.
            Infinita angustia y desesperación, como la de dos noches antes, me invadieron y comencé a caminar, fui al parque a sentarme frente a la fuente de los ángeles. El hecho de que él prometió respetar su antifaz me tranquilizaba un poco, pero aún así estaba muy nervioso. Además, los celos corroían mi cordura y sensatez.
            No podía, aunque me hacía daño a mi mismo, parar de imaginarlos juntos, a él besándola, acariciándola, tal vez humillándola, incluso penetrándola… A ella soportando el dolor de que su esposo la tocara sólo porque creyera que era una prostituta y de que supiera que yo estaba afuera soportando un parecido dolor al saber a mi mujer con otro hombre.
***
            Y a partir de ese día, cada noche de lunes, jueves y sábado, era una carrera para ver quien llegaba primero: Ricardo o Rafael. Pensaron en cambiarse de burdel, pero el rey no tardaría mucho tiempo en encontrar a “su reina”. Pero algo cambió, Rafael dejó de ver a “La Reina de Corazones” sólo como una prostituta, se estaba enamorando.
            —¿Cuál es tu nombre, mujer?
            —No puedo decírselo, su majestad.
            —¿Y cuándo podré saberlo? ¿Cuándo podré ver tu rostro, amor? —Aurora se estremeció.
            —No lo sé.
            Quedé de verme con Aurora ésta tarde, teníamos que dar solución a éste problema, no podíamos seguir así, no quería seguir así. Teníamos que deshacernos del rey, yo sentía que me moría cada vez que él estaba con ella y seguramente también ella sufría. Al fin llegó.
            —Hola, mi amor —la abracé y la besé.
            —Hola —mostraba indiferencia—. ¿De qué quieres hablar?
            —De nosotros y de el rey. Tenemos que deshacernos de él. Vámonos, hay que irnos a otra ciudad, ¡así estaremos siempre juntos! —no paraba de sonreír, tan sólo de imaginarme viviendo con ella sin nada que me impidiera amarla me ponía muy feliz.
            —Anoche… dijo que me amaba… ¡Y ni siquiera reconoce mi cuerpo! —borró mi sonrisa.
            —¿Te ha quitó el antifaz?
            —No… —comenzaban a rodar lágrimas por sus mejillas—. Se enamoró de la reina de corazones, de una… prostituta —se quebró su voz y la sostuve entre mis brazos. La llevé a un lugar donde pudiera sentarse y me coloqué en posición de cuclillas frente a ella.
            —Vámonos, Aurora, olvídate de él. Me tienes a mí ahora, yo te amo a ti.
            —Si huimos él me buscará, y si me encuentra contigo, te matará…
            —Por su majestad, estoy dispuesto a correr el riesgo.
            Se dejó caer sobre mí y quedamos acostados en el suelo, ella lloraba mucho, pero alcanzaba a notar una leve sonrisa en su carita. Yo acariciaba su cabeza y besaba su cuello mientras sus lágrimas escurrían a través del mío hasta el suelo. Con mis manos volteé su cara para besar sus labios. Aún, después de haberlos besado tantas beses, se llenaba mi alma de éxtasis al sentir sus labios entre los míos, mi cuerpo se llenaba de excitación y mente recorría toda su piel y acariciaba todo su cuerpo.
Mientras la besaba, vino una imagen a mí cabeza en la que ella y yo volábamos lejos de ésta ciudad, surcábamos las nubes en el cielo y llegábamos hasta los lugares más recónditos y hermosos del Universo, donde las estrellas iluminaban nuestro camino y el amor entre la Luna y el Sol era real, donde la locura nos invadía y nada nos podía separar, donde una eterna y brillante luz abrasadora rodeaba nuestros cuerpos desnudos y las estrellas fugaces nos componían una canción.
—Mañana hay que ir al burdel más temprano, tengo una sorpresa para ti —le sonreí y sus ojos brillaron, ya no lloraban y casi podría jurar que ella tuvo la misma visión que yo.
La acompañé hasta su carroza, que la esperaba a unas cuantas cuadras, afuera de la catedral, me incliné para despedirme de ella y besé su mano. No podía esperar a mañana.
Y pasaron las horas y comenzó a caer la noche, Ricardo, desde la ventana de la posada, veía a la luna menguando y Aurora, desde la ventana de su lujosa recámara en el castillo, veía la posada en la que estaba Ricardo. Ambos se durmieron sin darse cuenta.
El día siguiente fue como cualquier otro, a excepción de las ansías que tenían los dos de verse. ¿Cuál será la sorpresa? Se preguntaba Aurora. ¿Le gustará? Se cuestionaba Ricardo. Ambos le sonreían a la nada como un par de adolescentes enamorados, pensando todo el día, y a todo momento,o en el otro, recordando momentos, fantaseando un futuro juntos…
—Aurora, hoy salgo a El Real, volveré hasta dentro de dos o tres días —el rey comentó en el desayuno, Aurora quedó algo extrañada.
—¿A qué vas? Es extraño que no me pidas te acompañe…
—No tiene caso que vayas, es sólo un problema que hubo con unos gitanos y aprovecharé para ver otros asuntos pendientes —si, claro, en El Real estaba uno de sus burdeles favoritos.
—¿Gitanos? ¿Los del carnaval?
—No, no creo, ellos nunca han causado problemas —se levantó de la mesa—. Bueno me voy, vuelvo en unos días —se acercó a Aurora y se despidió con un beso.
Minutos después de que el rey saliera, inmediatamente Aurora fue a la posada, ¿qué caso tenía que fuéramos al burdel? Estuve de acuerdo y acordamos vernos en el castillo ésa la noche. Eso me puso un poco nervioso.
Tomé la lira y comencé a ensayar, no me permitiría que se me olvidaran los acordes o la canción y quedara como un tonto frente a ella. ¡Al fin le cantaría mi canción!
Bajo el pretexto de que Aurora tenía muchas ganas de escuchar música, no hubo problemas ni sospechas cuando llegué al castillo. Yo vestía mis mejores ropas y llevaba la lira en la mano. Me hicieron pasar hasta la habitación de Aurora, como ella había ordenado y nos dejaron solos. Inmediatamente me fui hacia ella para entregarle todo mi amor y, olvidándonos de la sorpresa que se supone le daría, nos recostamos en la cama, comenzamos a acariciarnos y besarnos. No pasó mucho tiempo para que comenzara a volar la ropa. Aurora había dado órdenes de que nadie se acercara a la habitación hasta que algunos de nosotros saliera.
Busqué como loco, por todo su cuerpo desnudo, con mis labios hasta encontrar entre sus piernas un ardiente fuego pasional mientras ella besaba los dedos de mis manos. Rodábamos en la cama, nos metíamos entre las sábanas. Jugaba con su cabello y ella recorría con su boca mi torso, bajó un poco más.
Iluminados por la luz blanca de la luna que se filtraba por la ventana, estábamos allí acostados, abrazados sin nada que evitara el contacto entre nuestros cuerpos, nos besábamos y nos mirábamos a los ojos, sin decir ninguna palabra.
—¿Y la sorpresa? —me susurró una gran sonrisa picarona. Le sonreí.
Me puse mi ropa y ella se puso encima una capa traslúcida de algún tipo de tela fina, agarré la guitarra y comencé a vacilar haciendo sonidos con los dedos.
—La sorpresa… ésta es la sorpresa…
Ricardo comenzó a tocar el arpegio que había preparado para el inicio, y junto con los acordes comenzó a cantar.
 
“Triste doncella del cielo, déjame acercarme a ti.
Sonríeme como sueles hacerlo a quien no se preocupa ya por tí.
Bébete, éste cáliz y sueña lo que juntos podemos hacer.
Bésame hasta que no puedas hacerlo, bésame hasta el fin.
Y juntos viviremos, y juntos soñaremos,
juntos bailaremos éste vals que las nubes escribieron para ti.
Juntos sonreiremos y juntos siempre estaremos
hasta el fin de los tiempos, juntos hasta la eternidad…”
 
Al terminar permaneció el silencio, temía que no le hubiera gustado.
—Ven —me hacía una seña con la mano—. Ven… —dejé a un lado la lira y me acerqué lentamente—. Es la canción más hermosa que haya escuchado… muchas gracias —me costaba creerlo pero su sonrisa era sincera. La besé.
Estuve en el castillo día y noche, al lado de Aurora, los dos días que dijo Rafael que estaría afuera, buscando cualquier momento para hacerle amor, incluso en el laberinto del patio y en la torre donde días atrás había platicado con Rafael.
No podría estar más contento, definitivamente quería pasar el resto de mi vida a su lado, con ella, no necesitaba a nadie más, sólo a ella.
 
 
   
 
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